domingo, 14 de abril de 2013

Tarata

En Cochabamba le pregunté al conserje de un hotelucho cómo era Tarata. Me contestó, con un dejo de desprecio, que era un pueblito perdido en el tiempo. Entonces no lo dudé: agarré mis cosas y fui para allá. Al llegar, después de una hora y media de viaje,  empecé a recorrer esas calles de tierra que aquel fin de semana estaban vacías. Me dijo un remisero que había una feria en Clisa, un pueblito cercano, por eso seguramente toda la gente estaría ahí. Me ofreció llevarme. Estuve a punto de ir... pero cambié de idea, yo no buscaba un feria repleta de gente comprando, quería eso que tenía ante mis ojos, un pueblo vacío, perdido en el tiempo, en medio de la nada. Me llamó la atención una pared de barro, una puerta de madera, una ventana de hierro. Desenfundé la cámara para sacar fotos y de otra puerta se asomaron unas mujeres. Una de ellas, grandota, inmensa, empezó a gritarme algo que no llegaba a entender, era una mezcla de quechua con castellano. Ella gritaba, se reía y cada tanto repetía el nombre de Jesús. Finalmente entendí. O creo que entendí. Era el domingo santo y yo había aparecido de la nada, con una barba de varios días -acaso semanas- y esa mujer había estado tomando chicha probablemente desde el desayuno, con lo cual, si hubiera aparecido Martín Karadajián, la momia o el androide, lo mismo daba, para ella era Jesús resucitado, caminando por las mismísimas calles de Tarata al final de esas pascuas. Y así de una me encajó una vasija de barro llena de chicha. El gusto era bien amargo. Apenas pude dar un sorbo. La sobrina de esta mujer se reía porque era evidente que no sabía tomar, me dijo que vamos, adelante, que no les despreciara la chicha. Aparecieron otros sobrinos que me abrazaron y alentaron para que siguiera tomando. Uno de ellos se mantenía distante. Me miraba con cierta desconfianza. No estaba muy lúcido, apenas podía mantenerse en pie, pero quedaba claro que no le caía para nada bien. Yo era un extraño que venía quién sabe con qué intenciones, tal vez estaba ahí para seducir a sus primas, para catequizarlas, para emborracharlas y quién sabe cuántas cosas más. Pero cuando me vio tan poca cosa, cuando se dio cuenta de que ni siquiera podía vaciar la primera vasija con chicha que me habían dado, que no podía disimular la vergüenza que me daba que por cada sorbo mío ellos se bajaran un litro, cambió su actitud y me abrazó como a un primo más, alentándome para terminar la primera ronda y dar lugar a la segunda. Y yo que pensaba darme una vuelta al atardecer por las calles de un pueblo vacío, terminé tomando, cantando y abrazado junto a una familia que me adoptó con la excusa de que me parecía a Jesús, pero sabiendo que no iba a caminar sobre el agua... y sospechando que si seguían apurando el trago iba a terminar ahogado en chicha.