viernes, 16 de febrero de 2024

Partidas y regresos

Cómo irse y cómo regresar. En lo posible, no atropelladamente, sin estar corriendo, a los empujones, delante o detrás de uno mismo. Pero también aceptando, como dice Juarroz, que cada uno se va como puede: unos con el pecho entreabierto, otros con una sola mano, unos con la cédula de identidad en el bolsillo, otros en el alma, unos con la luna atornillada en la sangre, y otros sin sangre, ni luna, ni recuerdos.

Y luego, cuando el sur es nuestro norte, saber que aunque la ilusión de volver a casa parezca real y tangible, no hay regreso. Y una vez más Juarroz, taxativo negando el regreso y matizando, aclarando que existen algunos movimientos que se parecen al regreso como el relámpago a la luz, como si fueran formas físicas del recuerdo, un rostro que vuelve a formarse entre las manos, un paisaje hundido que se reinstala en la retina.

Y entre esas idas y partidas, está uno. Resulta demasiado pretencioso decir uno, porque a veces no queda ni medio, ni un cuarto, de tantas partidas, de quedar tan partido, tan allá y tan acá a la vez. Migraciones a un territorio que parecía extraño y termina siendo familiar. Y a la vez el movimiento inverso, un territorio familiar que termina siendo extraño. Por eso el regreso no es posible enteramente, porque el círculo no termina de cerrar. Atravesar fronteras internas y externas para comprobar que uno siempre es extranjero, en todo momento, en todo lugar. Pero es posible detenerse un instante para escuchar hacia adentro y sentir, en ese ser otro, la marca de ese transitar, el ritmo de cada paso, que no es signo de desapego, sino de una búsqueda que no tiene fin.

sábado, 14 de enero de 2023

Volver a los diecisiete

Un catorce de enero soleado como hoy, hace treinta años, dejaba el campamento base junto al lago Gutiérrez para subir el Cerro Frey. En las dos carpas quedaban Walter, Topa, Dani, Pablito y Tristán. Conmigo iban Nico Spivak y Nico Cura. A Spivak, por su inmensa bocota, le decíamos Tibu. A veces, para fastidiarlo, también lo llamábamos Bogus o Spiboquita. Y al otro Nicolás le cuadraba bien su apellido porque parecía una especie de monaguillo perverso que se excitaba con las historias bizarras que él mismo fabulaba. No elegí subir con ellos el cerro, simplemente habíamos quedado que primero subirían los que estaban en una carpa y después los de la otra. En mi carpa estaban Walter, Tibu y Cura. Como Walter tenía vértigo y prefirió quedarse, no me quedó otra que subir con los dos Nicos.

Propuse, al iniciar la caminata, que fuéramos al mismo ritmo y Tibu se opuso terminantemente. Cada cual tiene su ritmo y hay que respetarlo, me dijo. Esa máxima, que podía tener sentido en otro contexto, en la subida al cerro implicaba que no fuéramos juntos, el que tenía un paso más rápido iba adelante y el que prefería tomarse su tiempo se quedaba atrás. No es que Tibu fuera un gran atleta, más bien era un petiso raquítico parecido a Gollum, pero la propuesta de no ir en grupo daba cuenta de cómo era él: le importaba tres carajos lo que les pasara a los demás y no estaba dispuesto a modificar el ritmo de su caminata por nada. Como Cura asintió, no insistí.

A las tres horas y media ya estábamos en el refugio del Cerro Frey. Cura decidió mandarse una regia merienda con té, tostadas y dulce de frutos rojos mientras Tibu y yo seguimos subiendo cerros, sacando fotos y recorriendo los alrededores de la zona. Volvimos al refugio para cenar y nos fuimos a dormir. A la mañana siguiente recorrimos otros cerros y cuando nos disponíamos para bajar al campamento base, me di cuenta de que me había dejado un par de sogas, los guantes y el gorro que Walter me había prestado sobre una gran roca. Les pedí a mis compañeros que me esperaran unos minutos, que sabía dónde estaban las cosas. No vas a encontrarlas, sentenció Tibu. Sí, las voy a encontrar, en diez minutos las agarro y vuelvo. No, vamos ahora. Te digo que sé en dónde las dejé, no seas tan garca. Te damos cinco minutos, si no estás, nos vamos. Sabía exactamente en dónde había dejado todo. Tardé siete minutos en llegar, pero Tibu y Cura ya se habían ido. No quise salir corriendo para alcanzarlos como un perrito faldero. Volví al refugio y me mandé esa merienda con el dulce de frutos rojos que tanto había deseado. Veinte minutos más tarde encaré la picada.

Iba a un paso bastante acelerado, casi corriendo, sabiendo que era tarde y que convenía aprovechar la bajada para no perder tiempo. Mientras avanzaba cantaba bien alto, como para envalentonarme y no pensar en los minutos de luz que me quedaban. Al principio me iba cruzando con otros acampantes que estaban a punto de llegar al refugio, pero luego de media hora ya no había nadie más en el camino. Empecé a acelerar el trote, hasta que llegué a una bifurcación coronada por un cartel roto. ¿Derecha o izquierda? Seguí a la izquierda unos metros, pero al no reconocer el camino, volví sobre mis pasos y retomé por la derecha. Tampoco me parecía familiar. A lo lejos pude divisar la orilla del lago, seguramente no faltaba mucho. El camino se terminó frente a una maleza bastante tupida, así que me metí de lleno en el bosque y fui bajando por donde podía, abriendo camino a través de las plantas, chocándome con árboles, tropezando cuesta abajo y levantándome. Finalmente llegué a la orilla. Pero del camping, ni noticia. El perímetro del Lago Guitiérrez tiene varios kilómetros, por lo que estar en sus orillas no era garantía de estar cerca del camping. Empecé a caminar por la orilla, creyendo que en algún momento me encontraría con mis amigos. Pero detrás de cada bahía no había más que agua en la que se reflejaba un sol a punto de sumergirse. Después del quinto tropezón, me di cuenta de que esa noche no iba a dormir en el campamento base y lo más sensato era sacarme la mochila, extender la bolsa de dormir y descansar hasta la mañana siguiente.

A medianoche me desperté con una luz muy potente y el sonido de un motor acelerando. Me levanté como un resorte y fui corriendo hacia el lugar de donde creía que venía esa luz, tropezando con varios arbustos. Después me di cuenta de que era la luz de un auto que estaba del otro lado del lago, ningún conductor desde ahí me iba a escuchar ni mucho menos a ver. Lo mejor que podía hacer era seguir durmiendo.

Lo primero que vi la mañana siguiente, al abrir los ojos, fue una lagartija calentándose al sol sobre una piedra que estaba junto a mi mochila. No estaba tan solo como pensaba. Escuché el sonido de un motor y vi una lancha que pasaba a unos metros de la costa. La mujer y los tres tipos que iban en ella parecían europeos. Les pregunté si no me podían llevar. Me miraron con una expresión estúpida sin contestar nada. Tal vez no hablaban castellano. Les dije lo mismo en inglés. Nada. Los vi alejándose mientras me contemplaban con una sonrisa idiota como si fuera parte de la fauna local. Al rato pasó otra lancha con más personas. Le comenté al hombre que la manejaba que estaba perdido, que había pasado la noche en el bosque y le pedí que me llevara. Me dijo que justo en ese momento no podía porque su lancha tenía demasiada gente, pero que después de dejar a esas personas iba a pasar a buscarme. Cinco personas no me parecieron demasiada gente, pero al menos este tipo me había contestado y se había comprometido a volver. Así que me recosté sobre una roca al sol mientras lo esperaba.

Habrán pasado un poco más de dos horas cuando me desperté. Agarré mis cosas y seguí caminando, esta vez no bordeando la orilla, sino atravesando el bosque. De repente, escuché gritos, como de animales que estuvieran peleando o jugando. ¿Eran perros? No, eran tres muchachos de mi edad jugando a la lucha. Les conté lo que me había pasado y me ofrecieron su cantimplora. Después de tomar unos sorbos, les pregunté qué era eso. Se rieron. Una mezcla de vino tinto con vino blanco, Cinzano y jugo de pomelo. Me gustó la mezcla y seguí tomando mientras me ayudaban a orientarme. Primero pasamos por un camping privado, en donde me encontré a Martín Carraro, mi profesor de fotografía. Hola, qué tal, mirá qué casualidad, justo cruzarnos ahora por acá, dónde estás parando, en este camping, yo estoy en el camping libre de al lado, pero esta noche no dormí ahí, me perdí al bajar del Cerro Frey y estuve hasta recién en el bosque. Entonces mi profe abrió bien grandes los ojos... Ahhh... vos sos el perdido que busca gendarmería... y se empezó a reír.

Por más que ya sabía dónde estaba (o tal vez a causa de ello), quise alargar el momento de regreso un poco más. Por eso, antes de llegar al campamento base, les propuse a los muchachos que me habían ayudado a reencontrar el camino que fuéramos a comer algo en el camping privado. Compré un cuarto kilo de chocolate en rama y lo compartí con ellos en la despensa. Al rato encaré para reencontrarme en el camping libre con mis amigos.

Más tarde les conté mi periplo. Suponía que Tibu y Cura habían llegado sin problemas al campamento base, pero no, ellos también se habían perdido. Eran dos y los muy imbéciles no fueron capaces de ir juntos. Tibu siguió jodiendo con eso de que cada cual debe respetar su ritmo y lo dejó atrás a Cura, que tenía pasos más lentos. Y luego de media hora, Cura se encontró con la versión más decadente de Gollum a un costado del camino, tirado sobre unas plantas. Supuestamente le había bajado la presión y creía que lo mejor era chupar raíces. Cura nos contó eso unos días después, sonriendo al recordar semejante escena: Tibu con su tremenda bocota, tratando de chupar unos yuyos secos, como un tiburón desfalleciente intentando alimentarse de un pedazo de alga disecada. Cura lo ayudó a reincorporarse y a seguir la caminata a un paso más lento. Esta vez a Tibu ni se le ocurrió sugerir esa pelotudez de que cada uno fuera a su ritmo. No llegaron al campamento base ni a la orilla en la que yo estaba, siguieron un camino que los llevó a un lugar en donde había una casita rústica. Tibu golpeó la puerta y cuando les abrieron, simuló que estaba accidentado y pidió ayuda con Cura para que los llevaran al campamento base.

Al anochecer, cuando llegaron, Dani, Topa, Walter, Pablito y Tristán les preguntaron en dónde estaba yo. No sé. ¿Cómo que no sé? Se quedó buscando unas sogas. ¿Qué? Eso. ¿Y no lo esperaron? Cinco minutos. ¿Y después? Nos fuimos.

El único que no creyó todo eso fue Topa. Tenía un motivo para no hacerlo: era el quince de enero y faltaba un rato para la medianoche. ¿Qué mejor manera de festejar su cumpleaños que con una aparición sorpresa? Por eso se quedó sentadito al borde de la carpa, sonriendo, esperando el momento de los gritos y la gran celebración. Pero cuando los otros seis se fueron a dormir y pasó la medianoche, a Topa se le desdibujó a sonrisa. Entonces esa historia ridícula de que yo me había perdido en medio del bosque era cierta.

Al día siguiente llamaron a gendarmería para que me rescataran. Por los radiotransmisores hablaban del comando Dorotea doble Eva María Inés Ana Natalia o algo así. Pensaron que podía estar con una pierna quebrada bajo un árbol. Pero no, regresé en pedo con la mano izquierda empastada con chocolate en rama y la derecha con una cantimplora que tenía una extraña mezcla para celebrar con Topa por sus flamantes diecisiete.

domingo, 18 de julio de 2021

Mi tiempo

Camino rápido, cada vez más rápido. Siento el aire en cada paso. Al trote, después corriendo. Me siento liviano, rodeado de aire, siendo yo mismo viento. Nada me ata. O sí. Un reloj, la hora, no saber si es temprano o tarde, si esas agujas están en su tiempo, si señalan mi tiempo o cualquier otra cosa. Paro de correr, de trotar, de caminar. Me pasé. Estoy más lejos de lo que pensaba. Entro a un café. Agarro un teléfono y llamo al 113. Es temprano. Muy temprano. Mi reloj miente para que crea que es demasiado tarde, para que abandone cualquier carrera, cualquier batalla. Me mando una medialuna y salgo a la calle. La calle es mía. El tiempo es mío. Y yo elijo mi recorrido, mi paso, mi destino y no este reloj de mierda. Reanudo mi paso, más firme, más decidido, sabiendo a dónde voy, cuál es mi camino y mi tiempo. Dentro y fuera de este sueño. Al despertar veo un rayo de sol que se refleja en el reloj que está sobre la biblioteca y nada me parece tan inmóvil como sus agujas.

miércoles, 6 de enero de 2021

Una joda de película

Estoy en un cine. Mejor dicho, en un lugar donde hay dos salas de proyección. Van a pasar dos películas simultáneamente: una rusa y otra norteamericana. El evento –si es que puede llamarse así- está organizado por dos cátedras de Filo. Los integrantes de una cátedra quieren hacerles una joda a los de la otra. La idea es adulterar la película y generar una situación extraña durante la proyección. Yo soy cómplice de eso. O al menos piden mi colaboración. No sé por qué soy parte de ese plan, no sé a qué cátedra pertenezco (si es que formo parte de alguna). Lo único interesante de todo eso es que para apagar las luces y poner en marcha el plan voy a tener que atravesar la sala volando. No sé si puedo volar por un aparato un tanto estrambótico o por la magia del sueño (o tal vez por ambas cosas). Si es por el aparato se complica, porque tiene un motor muy ruidoso. Sin embargo, creo que no se dan cuenta de lo que estoy haciendo. Parece que el plan se lleva a cabo exitosamente. Parece, digo, porque nadie (salvo los mentores y yo) se da cuenta de que es una broma. Es decir, ven la película sin notar nada raro. Está bien para el principio, que no se deschave la broma antes de tiempo. Pero si todo sigue igual hasta el final, sin que nadie haya notado nada, la broma termina teniendo un sabor a fracaso, acentuado por la cara de misión cumplida de los ideólogos. Ese gesto de satisfacción transforma el fracaso en algo más patético. Me pregunto cómo es que no se dan cuenta de que ese plan tan ingenioso en realidad es una bosta. Tal vez estoy minimizando su capacidad de negación. Uno de ellos me pide que devuelva la película rusa original en VHS. Le pregunto si no está en la sala, donde acaba de terminar la proyección. Me dice que no, que la que está en la sala de proyecciones es una copia adulterada para llevar a cabo el plan, la película original está en esa cajita en VHS que me está dando. Me sorprende que todavía esté vigente el VHS en mi sueño. Tengo que llamar al service para hacer un par de actualizaciones.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

El sueño de otro

Mejor llevar ahora los platos con los restos de comida, así no queda pegoteada. ¿Los cuatro platos son míos? Dos tienen restos de frutas, los otros migas de una tarta. ¿En dónde tiro la basura? Me señalan un tacho enorme para los restos de frutas. Podría hacer lo mismo en mi casa. ¿No es esa mi casa? No, demasiado grande, los techos muy altos, altísimos, escaleras, aulas, habitaciones, parece un monasterio. Trato de pasar por desapercibido cuando tiro los restos de fruta, pero no puedo evitar hacer ruido, las alumnas dejan de prestar atención a la clase y me miran. Me dicen algo que no alcanzo a escuchar.

Dejo el aula y voy de un lado a otro llevando cosas. Es raro ese lugar, tiene aulas tan amplias y escaleras tan estrechas por las que mi cuerpo apenas puede pasar. Y subo las escaleras arriba y bajo las escaleras abajo. Pareciera que esas escaleras fueran de un caracol vivo, que las estrecha cada vez que subo y bajo para fastidiarme. Mi cuerpo también va cambiando, se vuelve más torpe, más frágil, menos resistente, me canso de subir y bajar, pero sigo llevando cosas, refunfuñando, maldiciendo. Ni siquiera mis palabras me pertenecen, digo Ay, Dios, me quejo como si fuera un viejo bibliotecario de una abadía medieval. Mascullo las palabras, son como una masa informe que tengo en la boca y voy escupiendo cada tanto.

Al subir una escalera estrechísima que me deja sin aliento llego a un aula en donde hay alumnas analizando oraciones sintácticamente. Una de ellas me pregunta si no tengo esas oraciones analizadas. Sí, alguna vez lo hice, en algún lugar deben estar esos papeles. Por favor, nos serviría mucho, ¿nos pasás tus apuntes? Sí, claro. Y bajo las escaleras abajo y subo las escaleras arriba. No sé si eran esos los apuntes, no sé si se entiende mi letra, si les vienen bien esos garabatos. No sé si es una materia de la secundaria que aprobé o todavía debo. No sé si terminé la primaria. No sé qué hago ahí. No sé tampoco por qué no me lo pregunto. Pero yo ya no soy yo ni mi casa es ya mi casa. Y si yo soy otro, entonces no tendría por qué preguntarme por qué ese otro que soy yo no es este yo que vendría a ser también un otro que estuvo habitando la casa de otro, el cuerpo de otro, las palabras de otro y el sueño de otro. Y ahora, al despertar, sentir la agitación por haber subido y bajado esas escaleras tan reales como ese cuerpo, como esa abadía, como ese sueño tan ajeno y tan mío a la vez.

domingo, 8 de noviembre de 2020

Víctor y Víctor

Pensaba en el nombre de este blog, en busca de mis pasos. Pasos de viajes, de sueños, de pesadillas. Pasos por mi barrio, por Latinoamérica, por otros tiempos y espacios habitados. Pasos que se repiten y a la vez nunca son los mismos, aunque atraviesen el mismo río, que tampoco es el mismo. En estas repeticiones y variantes, siempre hay una primera vez, aunque cada vez estemos renovando algo, un modo de ver o de caminar.

Recuerdo la primera vez que fui a la ESMA. No era la ex-ESMA o la EXMA, como suelen decirle. Era todavía la Escuela de Mecánica de la Armada y tenía que rendir ahí el examen para el Instructorado de Natación. Cuando me tiré a la pileta, el agua estaba demasiado espesa, tenía la sensación de estar nadando en un caldo.

Pasaron varios años cuando volví, esta vez no para rendir un examen de los cuatro estilos, sino para presenciar una charla en la que se hablaba de literatura y dictadura. Me quedó flotando una pregunta que hizo alguien del público: ¿se puede hacer humor con el horror? Cuando terminó la charla, empezó a anochecer y recorrí ese lugar recientemente reapropiado. Había algo que todavía me parecía espeso ahí, tal vez el aire en algunos rincones.

Años más tarde volví un 24 de marzo. Ahí sí sentí que el lugar era otro, había mucha gente, de todas las edades, tanto para ver, para recorrer, para escuchar, los libros vivientes, las fotos, ese espacio ya había sido reapropiado, ya podía transitarse de otra manera.

Unos meses después, una amiga me invitó a una visita guiada un sábado por la mañana. Víctor Basterra estaba a cargo. Nos llevó por cada lugar en donde había estado secuestrado. Al llegar a Capucha, nos contó que un compañero decía a cada rato “¡Ay, Dios!” y que otro le respondió: “Sí, hay Dios, pero poquito... y acá no nos sirve ni mierda.” Nos empezamos a reír. Creo que Víctor respondió en ese momento a aquella pregunta que me había quedado flotando, sí, se puede hacer humor con el horror. De hecho, una manera de encarar a aquella cabeza de Medusa sin quedar petrificado es con ese gesto de Víctor. Me acuerdo del alivio que sentí después de reírme junto a él, el aire podía respirarse un poco más y el piso se hacía más transitable. Tantas, tantísimas veces Víctor habrá hecho ese recorrido con tantas personas, habitando este presente y disputando aquel pasado en cada paso, en cada relato, en cada foto guardada y luego exhibida. Lo mantuvieron en cautiverio tantos años, hasta en su propia casa, como dándole a entender que no había límites para su prisión ni en el tiempo ni en el espacio. Pero todo vuelve, dicen. Y cuando Víctor se liberó, lo primero que hizo fue volver. Una y otra vez, volvió. Con su cuerpo, con sus fotos y con su voz. Volvió a caminar, volvió a hablar, para que el cautiverio de su recuerdo se transformara en la cárcel de sus captores. Y nadie pudo detenerlo. Y ahora sus palabras caminan por el mapa mental que desplegamos de aquel lugar. Víctor sigue caminando, narrando, mostrando sus fotos, haciendo el aire más respirable. Víctor sigue estando presente. En cada paso, en cada foto, en cada relato. Presente. Como aquel otro Víctor, al que creyeron que harían callar, quebrándole las manos, acribillándolo. Pero aun así, su guitarra sigue resonando más allá de la cordillera, en un país que reescribe su historia, su presente y su futuro. Víctor Jara y Víctor Basterra regresan de tanto encierro, de tanta tortura, de tanta muerte. Regresan tomándole el pulso a esta primavera, ofreciéndose como memoria, como imagen, como canción, como relato de una lucha que todavía continúa.

sábado, 31 de octubre de 2020

En calzoncillos

Es temprano y hace frío. Me bajo del auto. Algunos chicos van entrando al colegio. Algunos docentes también. La directora se acerca a mí, pero en ningún momento me dirige la mirada. Yo la encaro frontalmente, esperando la conexión visual que nunca llega. Sin embargo, sé que me registra. En ese gesto de acercarse y no mirarme hay un rechazo y a la vez una necesidad de hablar. Me alivia que el protocolo no permita ningún tipo de contacto, no quiero que me abrace, que me dé un beso de bienvenida, no quiero que me toque. Igual, más allá de la normativa por la pandemia, no tiene ese gesto de quien se contiene para no abrazar al otro, más bien todo lo contrario, está mucho más dura de lo que ya es, probablemente se haya ido endureciendo con lo que pasó estos últimos días. Dicho sea de paso, no me arrepiento de nada. No me arrepiento de haber dejado en evidencia hasta qué punto ella, que pretende ser la reina del cuidado y la contención, no es sino una cínica y una manipuladora. Hasta qué punto no le importa la enseñanza ni la salud. Todo sea por la foto.

Finalmente se decide a hablarme. No me dice hola, cómo estás, dispara directamente sus dardos. Mejor. La próxima vez, dice mirando un punto lejano en el cielo, escribime a mí, mandame un whatsapp o llamame antes de armar ese escándalo frente a todos. Sonrío. Claro, lo que más le molesta es haber quedado expuesta, que se sepa cuál es su juego abiertamente. Yo no armo escándalos, le contesto, yo comunico por el canal que corresponde, no es algo personal, está en juego la salud de todos. No quiero que me llames vos ni que tus emisarias manden un audio un domingo por la tarde para explicar por qué no mandaron todavía los datos de la ART, no quiero que des vueltas alrededor mío como la serpiente de El libro de la selva, esta vez no vas a poder hipnotizarme porque ni siquiera podés mirarme a los ojos. No podés agarrarme de la mano con un gesto pretendidamente tierno y firme, llevarme a tu despacho en penumbras y ofrecerme la mitad de tu almuerzo: unas miserables galletitas tan secas como tu expresión adusta. No podés porque yo guardo mi distancia y vos estás demasiado lejos con la mirada.

Un ruido la hace bajar a tierra, un pelotazo contra la pared de la escuela. Unos chicos están jugando al paredón. No, no son alumnos. Cada pelotazo deja una nueva marca en la pared recién pintada. Cada pelotazo la tensiona más. Se acerca a ellos como una oficial de la Gestapo. No le dan mucha bola, la escuchan unos segundos y después siguen pateando, dejando en claro cuánto valen sus amenazas o su poder de persuasión para ellos. Primero patean suave, pero después vuelven a los pelotazos. La pelota llega a mis pies y la pateo hacia donde ellos están. Me agradecen y siguen jugando. Tal vez la directora lo tome como un gesto de complicidad. Que piense lo que quiera, me agrada mucho más el sonido de esos pelotazos que su voz y todo lo que tenga que decirme.

Sigo parado frente a ella esperando que dispare algo más, pero se queda callada. Entonces empiezo a sentir frío en mis piernas. Miro mis pies y me doy cuenta de que estoy en remera y calzoncillos. Yo no debería estar ahí. Mis alumnos no están en la escuela y no tendrían que ser convocados. Además, ya hicimos la actividad recreativa por Google Meet. Pero ella es capaz de convocarlos igual, contándoles a los padres lo ansioso que estoy por entrar al colegio con sus hijos para hacer miles de actividades. Si bien no me mira, seguramente se da cuenta de que estoy en calzoncillos. Pero no se inmuta, sigue en pie junto a mí dando a entender que el diálogo todavía no está concluido.

Me acuerdo de ese sueño que tuve a los cuatro años: al entrar al jardín de infantes me daba cuenta de que estaba desnudo de la cintura para abajo, trataba de bajar mi delantal a cuadritos azules para taparme pero no podía, era muy corto y en algún momento mi maestra o mis compañeros se iban a dar cuenta de que estaba con el pito al aire. Esta vez estoy en calzoncillos, pero la directora es consciente de ello y probablemente se quede parada sosteniendo ese diálogo mudo porque sabe que me cuesta retirarme y volver a mi casa, porque en ese gesto de controlar que hagan las cosas bien me estoy exponiendo, me estoy enfriando, me estoy debilitando. Ella lo sabe y apuesta a eso, su manera de sacarse de encima ese obstáculo que represento es mantenerme frente a ella semidesnudo, para que luego me retire enfermo y así pueda seguir tejiendo tranquilamente esta trama perversa que pretende llamar educación.