sábado, 14 de enero de 2023

Volver a los diecisiete

Un catorce de enero soleado como hoy, hace treinta años, dejaba el campamento base junto al lago Gutiérrez para subir el Cerro Frey. En las dos carpas quedaban Walter, Topa, Dani, Pablito y Tristán. Conmigo iban Nico Spivak y Nico Cura. A Spivak, por su inmensa bocota, le decíamos Tibu. A veces, para fastidiarlo, también lo llamábamos Bogus o Spiboquita. Y al otro Nicolás le cuadraba bien su apellido porque parecía una especie de monaguillo perverso que se excitaba con las historias bizarras que él mismo fabulaba. No elegí subir con ellos el cerro, simplemente habíamos quedado que primero subirían los que estaban en una carpa y después los de la otra. En mi carpa estaban Walter, Tibu y Cura. Como Walter tenía vértigo y prefirió quedarse, no me quedó otra que subir con los dos Nicos.

Propuse, al iniciar la caminata, que fuéramos al mismo ritmo y Tibu se opuso terminantemente. Cada cual tiene su ritmo y hay que respetarlo, me dijo. Esa máxima, que podía tener sentido en otro contexto, en la subida al cerro implicaba que no fuéramos juntos, el que tenía un paso más rápido iba adelante y el que prefería tomarse su tiempo se quedaba atrás. No es que Tibu fuera un gran atleta, más bien era un petiso raquítico parecido a Gollum, pero la propuesta de no ir en grupo daba cuenta de cómo era él: le importaba tres carajos lo que les pasara a los demás y no estaba dispuesto a modificar el ritmo de su caminata por nada. Como Cura asintió, no insistí.

A las tres horas y media ya estábamos en el refugio del Cerro Frey. Cura decidió mandarse una regia merienda con té, tostadas y dulce de frutos rojos mientras Tibu y yo seguimos subiendo cerros, sacando fotos y recorriendo los alrededores de la zona. Volvimos al refugio para cenar y nos fuimos a dormir. A la mañana siguiente recorrimos otros cerros y cuando nos disponíamos para bajar al campamento base, me di cuenta de que me había dejado un par de sogas, los guantes y el gorro que Walter me había prestado sobre una gran roca. Les pedí a mis compañeros que me esperaran unos minutos, que sabía dónde estaban las cosas. No vas a encontrarlas, sentenció Tibu. Sí, las voy a encontrar, en diez minutos las agarro y vuelvo. No, vamos ahora. Te digo que sé en dónde las dejé, no seas tan garca. Te damos cinco minutos, si no estás, nos vamos. Sabía exactamente en dónde había dejado todo. Tardé siete minutos en llegar, pero Tibu y Cura ya se habían ido. No quise salir corriendo para alcanzarlos como un perrito faldero. Volví al refugio y me mandé esa merienda con el dulce de frutos rojos que tanto había deseado. Veinte minutos más tarde encaré la picada.

Iba a un paso bastante acelerado, casi corriendo, sabiendo que era tarde y que convenía aprovechar la bajada para no perder tiempo. Mientras avanzaba cantaba bien alto, como para envalentonarme y no pensar en los minutos de luz que me quedaban. Al principio me iba cruzando con otros acampantes que estaban a punto de llegar al refugio, pero luego de media hora ya no había nadie más en el camino. Empecé a acelerar el trote, hasta que llegué a una bifurcación coronada por un cartel roto. ¿Derecha o izquierda? Seguí a la izquierda unos metros, pero al no reconocer el camino, volví sobre mis pasos y retomé por la derecha. Tampoco me parecía familiar. A lo lejos pude divisar la orilla del lago, seguramente no faltaba mucho. El camino se terminó frente a una maleza bastante tupida, así que me metí de lleno en el bosque y fui bajando por donde podía, abriendo camino a través de las plantas, chocándome con árboles, tropezando cuesta abajo y levantándome. Finalmente llegué a la orilla. Pero del camping, ni noticia. El perímetro del Lago Guitiérrez tiene varios kilómetros, por lo que estar en sus orillas no era garantía de estar cerca del camping. Empecé a caminar por la orilla, creyendo que en algún momento me encontraría con mis amigos. Pero detrás de cada bahía no había más que agua en la que se reflejaba un sol a punto de sumergirse. Después del quinto tropezón, me di cuenta de que esa noche no iba a dormir en el campamento base y lo más sensato era sacarme la mochila, extender la bolsa de dormir y descansar hasta la mañana siguiente.

A medianoche me desperté con una luz muy potente y el sonido de un motor acelerando. Me levanté como un resorte y fui corriendo hacia el lugar de donde creía que venía esa luz, tropezando con varios arbustos. Después me di cuenta de que era la luz de un auto que estaba del otro lado del lago, ningún conductor desde ahí me iba a escuchar ni mucho menos a ver. Lo mejor que podía hacer era seguir durmiendo.

Lo primero que vi la mañana siguiente, al abrir los ojos, fue una lagartija calentándose al sol sobre una piedra que estaba junto a mi mochila. No estaba tan solo como pensaba. Escuché el sonido de un motor y vi una lancha que pasaba a unos metros de la costa. La mujer y los tres tipos que iban en ella parecían europeos. Les pregunté si no me podían llevar. Me miraron con una expresión estúpida sin contestar nada. Tal vez no hablaban castellano. Les dije lo mismo en inglés. Nada. Los vi alejándose mientras me contemplaban con una sonrisa idiota como si fuera parte de la fauna local. Al rato pasó otra lancha con más personas. Le comenté al hombre que la manejaba que estaba perdido, que había pasado la noche en el bosque y le pedí que me llevara. Me dijo que justo en ese momento no podía porque su lancha tenía demasiada gente, pero que después de dejar a esas personas iba a pasar a buscarme. Cinco personas no me parecieron demasiada gente, pero al menos este tipo me había contestado y se había comprometido a volver. Así que me recosté sobre una roca al sol mientras lo esperaba.

Habrán pasado un poco más de dos horas cuando me desperté. Agarré mis cosas y seguí caminando, esta vez no bordeando la orilla, sino atravesando el bosque. De repente, escuché gritos, como de animales que estuvieran peleando o jugando. ¿Eran perros? No, eran tres muchachos de mi edad jugando a la lucha. Les conté lo que me había pasado y me ofrecieron su cantimplora. Después de tomar unos sorbos, les pregunté qué era eso. Se rieron. Una mezcla de vino tinto con vino blanco, Cinzano y jugo de pomelo. Me gustó la mezcla y seguí tomando mientras me ayudaban a orientarme. Primero pasamos por un camping privado, en donde me encontré a Martín Carraro, mi profesor de fotografía. Hola, qué tal, mirá qué casualidad, justo cruzarnos ahora por acá, dónde estás parando, en este camping, yo estoy en el camping libre de al lado, pero esta noche no dormí ahí, me perdí al bajar del Cerro Frey y estuve hasta recién en el bosque. Entonces mi profe abrió bien grandes los ojos... Ahhh... vos sos el perdido que busca gendarmería... y se empezó a reír.

Por más que ya sabía dónde estaba (o tal vez a causa de ello), quise alargar el momento de regreso un poco más. Por eso, antes de llegar al campamento base, les propuse a los muchachos que me habían ayudado a reencontrar el camino que fuéramos a comer algo en el camping privado. Compré un cuarto kilo de chocolate en rama y lo compartí con ellos en la despensa. Al rato encaré para reencontrarme en el camping libre con mis amigos.

Más tarde les conté mi periplo. Suponía que Tibu y Cura habían llegado sin problemas al campamento base, pero no, ellos también se habían perdido. Eran dos y los muy imbéciles no fueron capaces de ir juntos. Tibu siguió jodiendo con eso de que cada cual debe respetar su ritmo y lo dejó atrás a Cura, que tenía pasos más lentos. Y luego de media hora, Cura se encontró con la versión más decadente de Gollum a un costado del camino, tirado sobre unas plantas. Supuestamente le había bajado la presión y creía que lo mejor era chupar raíces. Cura nos contó eso unos días después, sonriendo al recordar semejante escena: Tibu con su tremenda bocota, tratando de chupar unos yuyos secos, como un tiburón desfalleciente intentando alimentarse de un pedazo de alga disecada. Cura lo ayudó a reincorporarse y a seguir la caminata a un paso más lento. Esta vez a Tibu ni se le ocurrió sugerir esa pelotudez de que cada uno fuera a su ritmo. No llegaron al campamento base ni a la orilla en la que yo estaba, siguieron un camino que los llevó a un lugar en donde había una casita rústica. Tibu golpeó la puerta y cuando les abrieron, simuló que estaba accidentado y pidió ayuda con Cura para que los llevaran al campamento base.

Al anochecer, cuando llegaron, Dani, Topa, Walter, Pablito y Tristán les preguntaron en dónde estaba yo. No sé. ¿Cómo que no sé? Se quedó buscando unas sogas. ¿Qué? Eso. ¿Y no lo esperaron? Cinco minutos. ¿Y después? Nos fuimos.

El único que no creyó todo eso fue Topa. Tenía un motivo para no hacerlo: era el quince de enero y faltaba un rato para la medianoche. ¿Qué mejor manera de festejar su cumpleaños que con una aparición sorpresa? Por eso se quedó sentadito al borde de la carpa, sonriendo, esperando el momento de los gritos y la gran celebración. Pero cuando los otros seis se fueron a dormir y pasó la medianoche, a Topa se le desdibujó a sonrisa. Entonces esa historia ridícula de que yo me había perdido en medio del bosque era cierta.

Al día siguiente llamaron a gendarmería para que me rescataran. Por los radiotransmisores hablaban del comando Dorotea doble Eva María Inés Ana Natalia o algo así. Pensaron que podía estar con una pierna quebrada bajo un árbol. Pero no, regresé en pedo con la mano izquierda empastada con chocolate en rama y la derecha con una cantimplora que tenía una extraña mezcla para celebrar con Topa por sus flamantes diecisiete.