jueves, 23 de mayo de 2013

El verdadero Papá Noel

Papá Noel no es un gringo rechoncho e imbécil que larga risotadas de oligofrénico mientras nos desea una feliz navidad en una noche de diciembre en la que el calor nos aplasta, mientras viaja vestido con un ridículo traje rojo y blanco en un trineo tirado por unos estúpidos renos. No. El verdadero Papá Noel es peruano, tiene la piel cobriza, un abrigo verde y amarillo, lo único colorado es su nariz, por tanto tomar pisco (pisco peruano, huevones, ¿de dónde más si no?) y se lo puede encontrar cualquier noche del año, inclusive una noche de fines de mayo como ésta, vendiendo chocolates rancios en una calle adoquinada del centro de Arequipa.

Entre los muros

Finalmente en la ciudad blanca. Pareciera que cada país tiene la suya. Sucre en Bolivia, Popayán en Colombia. Y en Perú, Arequipa, que es mucho más que la ciudad del joven talento del boom devenido el siniestro Nobel de estos años. De todas formas, no tengo ganas de pensar en Varguitas, que alguna vez supo escribir novelas que valieron la pena pero ahora hay que reconocer que está viejo, choto y no deja de decir pelotudeces en algún evento intrascendente como la inauguración de la Feria del Libro en Buenos Aires o de vez en cuando saca artículos pedorros en La Nación o El País, como para que sus lectores crean que se están cultivando un poco, cuando en realidad solamente ven la marca que la espuma de perro rabioso deja en sus húmedas hojas, como si fuera literatura, pero es simplemente baba, pegajosa, blancuzca. Mejor volvamos al blanco de Arequipa, al negro sobre ese blanco, a la noche que cae sobre esa ciudad única. Tanto para hacer, tanto para ver y recorrer... ¿y por qué justo tuve que caer en ese antro ominoso que es el Monasterio de Santa Catalina? Tal vez porque en muchos sitios -incluyendo tripadvisor- encabeza el extenso listado de lugares imperdibles. Cuando algo es tan recomendado se me despierta cierta sospecha, que se transforma en una resistencia visible y tangible al acercarme a sus muros. Peor aún, al preguntar el precio. La entrada más cara de todos los museos. Y eso que no es un museo. Y eso que no incluye la guía. Y tantas razones más para no seguir, pero continúo, acaso con el único incentivo que permanece intacto en mi cámara: la foto tomada a aquel hombre que pasa por ese paredón de sombras rayadas dos noches antes. Pero la foto es de afuera. Y detrás de los muros es otra cosa, otro mundo, al cual no sé por qué entro. Me toca una guía que parece salida de un convento, acaso de ese mismo monasterio. Me dice con esa voz de mosquita muerta cuánto va a durar la visita y me recomienda estar a las 8:30 cerca de la salida porque a las 9 de la noche cierran las puertas. Con todo lo que pagué, ni loco salgo media hora antes. No pienso regalarte ni un minuto. Me habla de las monjas que habitaban ahí, de su vocación. ¿Qué pasa si no querían? Sí que querían, me responde. ¿Pero qué pasaba si alguna se arrepentía? No, estaban ahí por vocación, querían quedarse. ¿Y si no querían quedarse más? ¿Y si se querían escapar? No era posible. Ahí empieza a cobrar sentido la altura del muro. Vocación, las pelotas. Estaban presas. En lugar de cantos gregorianos, deberían poner el rock de la prisión. Termina la visita guiada, me despido y me abandono a ese laberinto. Unas escaleras que conducen a un pasillo que conduce a una puerta que conduce a otro pasillo que conduce a un patio que desemboca en unas escaleras que son apenas visibles gracias a unas tenues luces que de repente se apagan. Y yo tratando de sacar la gran foto. Y me doy cuenta de que estoy más solo de lo que pensaba. Y tal vez no sé exactamente en dónde estoy. Y camino. Y subo las escaleras arriba y bajo las escaleras abajo. Y nada. Y nadie. Ni una persona ni un espantapájaros. Y el puto Monasterio que se transforma en una ciudadela del carajo. Y la película sería lindo verla desde afuera. Pero no puedo salir. Porque no sé dónde carajo estoy. Y el chiste ya no me hace gracia. Y ya tengo pagada la excursión al Cañón del Colca... y el puto micro se va a ir sin mí a la madrugada porque me voy a quedar encerrado entre esas paredes porque ya deben ser más de las nueve y la puta que la remil parió a esa mosquita muerta y a tripadvisor y a esa foto del carajo que saqué tan intrigante y de qué mierda me sirve esa foto ahora... y basta de sacar fotos, a caminar, a trotar, a correr, preguntando si hay alguien ahí, primero a media voz, después a los gritos... y nada... y parar un segundo la pelota y pensar... y volver por las escaleras, por el patio que desemboca en un pasillo que me lleva a una puerta que todavía está abierta que me lleva a otro pasillo que da a otra puerta, al final de la cual hay dos guardias, que me dicen menos mal que llegaste ahorita, porque ya estábamos por largar los perros, ¿qué perros?, digo yo, pensando que era un chiste, pero qué chiste... si hay tantas cosas de valor y tantos ladrones dando vueltas... y ya no quiero estar más ahí ni escuchar más a los guardias ni ver esas paredes desde el lado de adentro, aunque me aseguren que estén todas las joyas de la corona o lo que aquel hombre no había podido ver más allá del resplandor de la ley, qué mierda me importa, yo quiero salir, ya, salir ya de este tétrico laberinto... y salgo a la calle... y yo, que detesto los ruidos de motores y bocinas, respiro profundamente al sentir el ronronear de alguna moto, el rugir de una camioneta, el piiip de un deportivo apurado, amo en ese momento los gritos de la gente que pasa, la conversación de cualquier cosa, amo caminar por esas calles y encontrarme con un Papá Noel verde que toca una campanita y nos desea Feliz Navidad a pesar de que estemos en mayo, cómo me iba a imaginar que me alegraría tanto encontrarme con Santa Claus bañado en clorofila vendiendo chocolates rancios en medio del empedrado. Le compro un chocolate, se le ilumina la cara, amo esa calle de adoquines, amo que el eco de mis pasos se pierda en medio de los ruidos de esa ciudad blanca, que resplandece también de noche, sobre todo esa noche, en ese instante, en el que transito por donde quiero, por donde me llevan mis pies, porque ya no pienso, me dejo llevar, no importa a dónde, esos muros ya no me contienen y puedo empezar a tomar aire para resoplar mientras me río para adentro. Tardo en llegar al hotel. No quiero llegar todavía. Doy vueltas hacia ninguna parte. Quiero prolongar esa caminata, ese alivio, esa sensación de sentirme libre por estar en ninguna parte, en cualquier parte, menos entre esos muros.