Lo recuerdo hace dos años en el
Conti con esa voz de ultratumba, después de la operación. El cirujano le había
advertido que podía quedar sin voz. Por eso, antes de entrar al quirófano,
pidió permiso para decir sus últimas palabras. Y ante el cuerpo médico que
aceptó el pedido, exclamó: "¡Piñera, conchitumadre!" Recuerdo cómo me
hizo reír esa tarde. Ese humor ácido, esa ternura feroz, esa forma de ver,
decir y vivir. Estábamos en lo que alguna vez había sido uno de los mayores
centros de tortura de Latinoamérica. Pero esta vez él era el que llevaba la voz
cantante. Aunque estuviera ronco, aunque el bisturí le hubiera pintado ese
sonido sordo que hacía de su voz su propio eco. ¿Qué le van a decir a él de
militancia? Ahora todos podemos hablar de diversidad, ¿quién carajo se animaba
en el verano del 73 a calzarse los tacos, el vestido y montarse como una yegua
a los soldados que venían a combatir el apocalipsis? ¿Quién fue capaz de
reinventar un idioma, una manera de relatar que se devora y se burla de sí misma?
¿Qué son esas palabras, esos términos que no figuran en la Real Academia
Española? ¿Qué son esos listados de locas y colizas que escapan a cualquier
intento de categorización? Porque sus crónicas son mucho más que crónicas.
Porque no hay género que lo clasifique ni a Lemebel ni a su obra. Porque nos enseñó
a reírnos de todo, sobre todo, de nuestros propios tabúes. Nos hizo reírnos
tantas veces de los militares y sus bayonetas, de un Pinochet con los
pantalones cagados, de esos ciegos burócratas que creen que la democracia es un
abuso de la estadística, de esas viejas copetudas arribistas, de estas colizas,
locas hasta rabiar, hasta reventar de risa. Nos hizo reír hasta del sida, nos
hizo reír de los intentos fallidos de algunos de mantener al sida bajo un velo
de solemnidad. Y ahora, no digan que no sigue dando batalla. Porque se
ríe de la Muerte, de una Muerte con mayúsculas, de esta puta Muerte que hace
tiempo lo está esperando. Es que con tanto fiambre avinagrado, la Muerte
también tiene derecho a divertirse. Y seguramente, quebrando un forzado
silencio fúnebre, la voz de Pedro suena y resuena, haciéndose eco de risas y
más risas, como para que no queden dudas de quién tiene la última palabra.