Arder. Ahí, abajo, en el sótano del Museo de la Memoria. Primero hay que pasar por el mural en donde resuena el último poema de Víctor Jara, atravesar esas palabras, canto, que mal me sales cuando quiero cantar espanto. Uno no queda indemne después de releer ese poema, una vez más, el gusto amargo y a la vez la fascinación por la claridad de Víctor, de escribir algo así cuando no hay palabras, no hay espacio, no hay tiempo, no hay aire ni manos para escribir. Y así, con esa rima que sigue resonando acá, en el lado interno del oído, así uno baja las escaleras. Y está bien bajar las escaleras, como un descenso a los infiernos dirían unos, como una pasarela dirán otros o los mismos, Santiago está caliente, pero ahí abajo la temperatura sigue subiendo. Y de entrada nomás está ahí, mirándote, el manifiesto. Uno que ya venía con la guardia baja por el canto de Víctor y se encuentra con el cross directo a la mandíbula de aquel manifiesto impecable. Del poema de Víctor al manifiesto de Pedro, qué los une, qué los separa, una escalera, trece años y tantas vidas fugadas en el medio. ¿Qué habrán pensado quienes escucharon recitar a Pedro en el 86, en plena dictadura? ¿Quién es ese tipo? ¿Quién es esa loca? Y ante todo, Pedro empezaba diciendo quién no era, que también es una forma de definirse. No soy Pasolini pidiendo explicaciones. No soy Ginsberg expulsado de Cuba. No soy un marica disfrazado de poeta. No necesito disfraz. Aquí está mi cara. Porque, hay que decirlo, Pedro tuvo más huevos que toda esa manga de soretes uniformados que se creían tan machos por tener la pistola y la cachiporra a mano, Pedro tenía como armas sus palabras punzantes y desde su más honda memoria catapultó cada línea frente a todos, hizo arder todas las letras del abecedario y como si esto fuera poco se incendió él mismo, haciendo del cuerpo y del lenguaje una materia indivisible que se forjaba bajo la llama abrazadora de un mismo fuego. ¿Qué habrán odiado más de él, qué le habrán perdonado menos? Alguna vez le confesó a Bolaño que no le perdonaban que él no los hubiera perdonado, no le perdonaban el certero tiro de cada dardo que disparaba en una pequeña porción de tierra que se resistía a abandonarse al olvido. Nadie más lejos del olvido que Pedro, nada más presente que sus palabras. A veces uno cree que el fuego es una llama efímera, pero después de leer a Pedro, después de recorrer sus mundos, sus amaneceres incendiarios, uno no puede evitar arder, uno no deja de sentir esa llama que no se extingue con el correr del tiempo y canta a viva voz sin temor a ser callada.
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