domingo, 22 de julio de 2018

Ciudades de agua

Volver a un lugar en el que nunca había estado. Acaso haya pisado las baldosas de Tagle y Libertador rodeado de gringos, pero nunca había ingresado a ese cuadrado de vidrios, mucho menos a aquellas ciudades de agua. El aroma a protocolo se respira desde el momento en que nos preguntan si estamos en una lista. No, no estamos en ninguna lista, solamente queremos escuchar a Raúl Zurita. Del sendero en caracol a una puerta a un pasillo que da a otro pasillo que da a una sala con varias butacas en donde nos sentamos. Todo ahí parece un gran pasillo, un lugar de paso. Primero, habla el embajador. Habla es un decir, balbucea, no puede leer de corrido, no puede leer, pone puntos en donde no hay comas, el final de cada palabra es un abismo que no puede sortear y cae, cae inevitablemente, cae torpemente (porque frente a lo inevitable de su caída, podría tener un poco más de gracia, de estilo o de reflejos... pero es burdo hasta en su modo de caer), cae y al final de su caída algunos se apiadan y lo aplauden. Luego, un video mal editado del que me resuenan las últimas palabras. Y finalmente llega él, llega con su cuerpo, con su voz, con su parkinson a cuestas, habiendo transitado ese largo pasillo y tantos otros, llega con su poesía que vibra inclusive en lugares así. Dice tantas cosas que es necesario replegarse sobre uno mismo para que llegue su voz, para que no quede nada retenido en un escalón o entre esas grises paredes. Los clásicos, dice, son la autobiografía del que lee. No lo dice, pero igual nos llega la voz de su abuela contándole la historia de aquellos amantes condenados, nos llega el eco de otras voces, nos habla de la potencia de algunos textos bíblicos. No soy místico, aclara con una simpleza implacable, pero puedo sentir la fuerza de algunos pasajes. El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. El hilo de su voz fluye por lo bajo, por eso nos inclinamos para que nos llegue. Y sin embargo, cuando nos anuncia que va a leer algunos poemas, ese hilo de voz se vuelve estampido, se hace tormenta, mar embravecido, abre la tierra como un sismo que no puede ser medido porque escapa a toda escala, nos hace pendular ante nuestro propio vacío y nos arroja hasta lo más hondo de aquel abismo. Vuelve sobre su simiente, vuelve a las fuentes para volver a partir. Le dice a su padre que se marcha y uno siente la ausencia de esa respuesta. Uno puede palpar las flores hechas piedras y las piedras, palabras. Uno se queda flotando en ese universo que debe ser el mismo y a la vez es tan otro. Los aplausos dan el cierre a ese ensueño y uno quiere algo más de ese hombre, afuera reparten empanadas y vino, pero uno necesita otra cosa, otro alimento. Más palabras, sus palabras. Materializadas en algún lugar, en algún objeto. En un libro, su libro. Las ciudades de agua. Volver a ese pasillo en penumbras, a esa fila en donde cada cual quiere algo más que una dedicatoria, un pedazo único de él, un no sé qué caritativo que pueda saciar ese hambre de preservar lo inasible. Stefi, Laura y Oscar me guardan un lugar en la fila, pero un hombre de gabardina me increpa por no respetar el orden. Aclara que mi lugar está al final de todo y agrega que si me quedo ahí es porque no escuché nada de su poesía. Podría quedarme y reírme en su cara, pero no quiero pelear, no esta vez, no vale la pena. Sigo caminando y miro a Zurita desde el final de la fila. No me molesta esperar más. Al contrario, siento que es un privilegio estar ahí más tiempo, contemplando ese instante de intimidad entre él y su escritura. Lo veo cabalgando su propio libro, subiéndose a él, reescribiéndolo y no puedo evitar conmoverme. Finalmente llega mi turno, me recibe, me pregunta cómo me llamo y a duras penas le digo mi nombre. Agarra la lapicera con firmeza y escribe como quien dibuja un tatuaje en su propio cuerpo, cada trazo parece rasgar la carne de su libro, cada línea contiene su propia tinta de sangre. Lo abrazo y me despido. Afuera la gente toma un vino que no voy a beber. Junto al embajador está el hombre de gabardina. Probablemente tengan un diálogo de tartamudos. Parecen satisfechos por el evento: el embajador por la presencia de tanta gente y el hombre de gabardina por su selfie con un poeta que apenas conoce. Me viene la frase que minutos antes dijo Zurita, citando a alguien más: infelices los felices. Estos hombres sonrientes se jactan de sus estúpidos triunfos, pero no se dan cuenta de que sus pies de barro pronto se van a desmoronar sobre el cauce inevitable de las ciudades de agua.

1 comentario:

  1. Excelente tu relato! No conozco nada de Zurita. Siempre brindando poesía vos. Gracias.

    ResponderEliminar