sábado, 31 de octubre de 2020

En calzoncillos

Es temprano y hace frío. Me bajo del auto. Algunos chicos van entrando al colegio. Algunos docentes también. La directora se acerca a mí, pero en ningún momento me dirige la mirada. Yo la encaro frontalmente, esperando la conexión visual que nunca llega. Sin embargo, sé que me registra. En ese gesto de acercarse y no mirarme hay un rechazo y a la vez una necesidad de hablar. Me alivia que el protocolo no permita ningún tipo de contacto, no quiero que me abrace, que me dé un beso de bienvenida, no quiero que me toque. Igual, más allá de la normativa por la pandemia, no tiene ese gesto de quien se contiene para no abrazar al otro, más bien todo lo contrario, está mucho más dura de lo que ya es, probablemente se haya ido endureciendo con lo que pasó estos últimos días. Dicho sea de paso, no me arrepiento de nada. No me arrepiento de haber dejado en evidencia hasta qué punto ella, que pretende ser la reina del cuidado y la contención, no es sino una cínica y una manipuladora. Hasta qué punto no le importa la enseñanza ni la salud. Todo sea por la foto.

Finalmente se decide a hablarme. No me dice hola, cómo estás, dispara directamente sus dardos. Mejor. La próxima vez, dice mirando un punto lejano en el cielo, escribime a mí, mandame un whatsapp o llamame antes de armar ese escándalo frente a todos. Sonrío. Claro, lo que más le molesta es haber quedado expuesta, que se sepa cuál es su juego abiertamente. Yo no armo escándalos, le contesto, yo comunico por el canal que corresponde, no es algo personal, está en juego la salud de todos. No quiero que me llames vos ni que tus emisarias manden un audio un domingo por la tarde para explicar por qué no mandaron todavía los datos de la ART, no quiero que des vueltas alrededor mío como la serpiente de El libro de la selva, esta vez no vas a poder hipnotizarme porque ni siquiera podés mirarme a los ojos. No podés agarrarme de la mano con un gesto pretendidamente tierno y firme, llevarme a tu despacho en penumbras y ofrecerme la mitad de tu almuerzo: unas miserables galletitas tan secas como tu expresión adusta. No podés porque yo guardo mi distancia y vos estás demasiado lejos con la mirada.

Un ruido la hace bajar a tierra, un pelotazo contra la pared de la escuela. Unos chicos están jugando al paredón. No, no son alumnos. Cada pelotazo deja una nueva marca en la pared recién pintada. Cada pelotazo la tensiona más. Se acerca a ellos como una oficial de la Gestapo. No le dan mucha bola, la escuchan unos segundos y después siguen pateando, dejando en claro cuánto valen sus amenazas o su poder de persuasión para ellos. Primero patean suave, pero después vuelven a los pelotazos. La pelota llega a mis pies y la pateo hacia donde ellos están. Me agradecen y siguen jugando. Tal vez la directora lo tome como un gesto de complicidad. Que piense lo que quiera, me agrada mucho más el sonido de esos pelotazos que su voz y todo lo que tenga que decirme.

Sigo parado frente a ella esperando que dispare algo más, pero se queda callada. Entonces empiezo a sentir frío en mis piernas. Miro mis pies y me doy cuenta de que estoy en remera y calzoncillos. Yo no debería estar ahí. Mis alumnos no están en la escuela y no tendrían que ser convocados. Además, ya hicimos la actividad recreativa por Google Meet. Pero ella es capaz de convocarlos igual, contándoles a los padres lo ansioso que estoy por entrar al colegio con sus hijos para hacer miles de actividades. Si bien no me mira, seguramente se da cuenta de que estoy en calzoncillos. Pero no se inmuta, sigue en pie junto a mí dando a entender que el diálogo todavía no está concluido.

Me acuerdo de ese sueño que tuve a los cuatro años: al entrar al jardín de infantes me daba cuenta de que estaba desnudo de la cintura para abajo, trataba de bajar mi delantal a cuadritos azules para taparme pero no podía, era muy corto y en algún momento mi maestra o mis compañeros se iban a dar cuenta de que estaba con el pito al aire. Esta vez estoy en calzoncillos, pero la directora es consciente de ello y probablemente se quede parada sosteniendo ese diálogo mudo porque sabe que me cuesta retirarme y volver a mi casa, porque en ese gesto de controlar que hagan las cosas bien me estoy exponiendo, me estoy enfriando, me estoy debilitando. Ella lo sabe y apuesta a eso, su manera de sacarse de encima ese obstáculo que represento es mantenerme frente a ella semidesnudo, para que luego me retire enfermo y así pueda seguir tejiendo tranquilamente esta trama perversa que pretende llamar educación.

domingo, 25 de octubre de 2020

Paréntesis

Salto de casi dos meses, de aquella partida en barco a esta llegada en bicicleta, de aquel cuerpo soñado a este cuerpo real. Tantos meses sin pasar por la Biblioteca Nacional, sin cruzar Las Heras, Libertador, Alcorta, los árboles, el pasto, el cielo más abierto... aunque esta vez no tanto, las nubes se están cargando y anuncian lluvia para la tarde. Pero todavía es temprano, mamá descubre el ceibo, la alfombra roja bajo nuestros pies. La flor nacional, dice. Sí, me lo dijo la maestra de quinto grado, aclarando que se escribe tanto con “c” como con “s”. Siguiendo en clave roja aparece un cardenal, va de una flor a otra, rojo con rojo, de una rama a otra, nos mira, apunta el cielo con el pico y se va. Mamá se emociona, el pájaro favorito del abuelo Marcos. Estoy un poco cansada, me dice, podemos sentarnos en este banco, acá no hay nadie. Cierto, en mi sueño no se cansaba, podía dar un salto de ballet y decirme que estaba todo bien, pero acá es el cansancio real de su cuerpo el que está hablando. Nos sentamos. El banco está frío y a los cinco minutos seguimos caminando sobre nuestros pasos. A un costado vemos un tordo negro. Otro pájaro que le gustaba al abuelo Marcos. Decía que yo era un tordo. Él era rubio de ojos claros, como mis tías y mis primos. Yo morocho, de ojos marrones y piel morena, como mamá.

De ese paseo por recuerdos familiares en medio de árboles, flores y pájaros, vamos volviendo a la ciudad, al barrio, al presente de bocinas y gente. Por eso propongo un camino alternativo, por Bollini. Mamá se sorprende al entrar al pasaje, es otro paréntesis en medio de la gran ciudad, solo que este paréntesis no es de pasto, sino de adoquines. Le gusta, porque también sigue la tónica de transitar otro tiempo. Y camina por el medio de la calle, quiere sentir los adoquines bajo sus pies. Escucho un auto que viene, yo no quiero sentirte a vos bajo las cuatro ruedas, mejor subí a la vereda. Pasamos por La Dama de Bollini, por otras casonas viejas. De una cuelgan varias flores. Miro un balcón que está a la derecha y cuando vuelvo a mirar a mamá me doy cuenta de que tiene un par de flores en la mano. El mismo gesto de Tati afanando flores. No sé quién copia a quien, si la nieta a la abuela o la abuela a su nieta. Me río para adentro. Estamos a metros de salir del pasaje y como si hiciera falta dejar en claro que el ensueño se está por cortar y vamos a volver a la cruda realidad, el sonido de un impacto nos sobresalta. Después vienen las puteadas. Al llegar a la esquina vemos a una mujer que tiene una bicicleta (o lo que queda de ella) increpando a otra que se baja del auto. La rueda delantera parece la cinta de Moebius. La ciclista le dice de todo y tiene razón. La otra le dice no pasa nada, mi seguro te va a pagar todo. ¿Si me sacabas una pierna también me la iba a dar tu seguro? Mamá mira desde la vereda de enfrente y cuando ve que quiero cruzar me dice qué hacés. No te preocupes, ya vengo. Justo pasa un patrullero, pero sigue de largo. Mejor. Cruzo y le pregunto a la ciclista si está bien. Me dice que sí, me agradece, le pide disculpas a la mujer que manejaba por las puteadas, ambas se empiezan a entender en otro tono, cruzo y vuelvo con mamá. Justo hablábamos de cómo está la gente en la calle antes de ese paréntesis del choque. O tal vez el paréntesis haya sido lo anterior, la caminata por los adoquines del Pasaje Bollini y por el verde de Palermo.