Mejor llevar ahora los platos con los restos de comida, así no queda pegoteada. ¿Los cuatro platos son míos? Dos tienen restos de frutas, los otros migas de una tarta. ¿En dónde tiro la basura? Me señalan un tacho enorme para los restos de frutas. Podría hacer lo mismo en mi casa. ¿No es esa mi casa? No, demasiado grande, los techos muy altos, altísimos, escaleras, aulas, habitaciones, parece un monasterio. Trato de pasar por desapercibido cuando tiro los restos de fruta, pero no puedo evitar hacer ruido, las alumnas dejan de prestar atención a la clase y me miran. Me dicen algo que no alcanzo a escuchar.
Dejo el aula y voy de un lado a otro llevando cosas. Es raro ese lugar, tiene aulas tan amplias y escaleras tan estrechas por las que mi cuerpo apenas puede pasar. Y subo las escaleras arriba y bajo las escaleras abajo. Pareciera que esas escaleras fueran de un caracol vivo, que las estrecha cada vez que subo y bajo para fastidiarme. Mi cuerpo también va cambiando, se vuelve más torpe, más frágil, menos resistente, me canso de subir y bajar, pero sigo llevando cosas, refunfuñando, maldiciendo. Ni siquiera mis palabras me pertenecen, digo Ay, Dios, me quejo como si fuera un viejo bibliotecario de una abadía medieval. Mascullo las palabras, son como una masa informe que tengo en la boca y voy escupiendo cada tanto.
Al subir una escalera estrechísima que me deja sin aliento llego a un aula en donde hay alumnas analizando oraciones sintácticamente. Una de ellas me pregunta si no tengo esas oraciones analizadas. Sí, alguna vez lo hice, en algún lugar deben estar esos papeles. Por favor, nos serviría mucho, ¿nos pasás tus apuntes? Sí, claro. Y bajo las escaleras abajo y subo las escaleras arriba. No sé si eran esos los apuntes, no sé si se entiende mi letra, si les vienen bien esos garabatos. No sé si es una materia de la secundaria que aprobé o todavía debo. No sé si terminé la primaria. No sé qué hago ahí. No sé tampoco por qué no me lo pregunto. Pero yo ya no soy yo ni mi casa es ya mi casa. Y si yo soy otro, entonces no tendría por qué preguntarme por qué ese otro que soy yo no es este yo que vendría a ser también un otro que estuvo habitando la casa de otro, el cuerpo de otro, las palabras de otro y el sueño de otro. Y ahora, al despertar, sentir la agitación por haber subido y bajado esas escaleras tan reales como ese cuerpo, como esa abadía, como ese sueño tan ajeno y tan mío a la vez.
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