Madrugada del dos de
abril. Estoy por apagar la computadora cuando se me ocurre una
actividad recreativa para los chicos basada en un cuento. Me gusta el
título: el dictador burlado. Escribo las primeras líneas del cuento
y la propuesta central de la actividad. Se me cierran los ojos.
Cuando me levante sigo escribiendo y subo la propuesta al drive. Me
aparece un aviso: el yanqui de chess.com hizo su jugada. Movió el
rey. En otro momento haré mi jugada. Tengo una semana para
responder. Miro de reojo el tablero en el que está esa partida.
Probablemente avance el peón. Ya veré. Apago la computadora y me
voy a la cama.
Tal vez el ajedrez haya
convocado al tío Herman, porque otra vez aparece. No estamos jugando
en ese tablero, como tantas tardes. Yo estoy en un cuarto y él en
otro, frente a un grupo de hombres que parecen empresarios. Sale del cuarto, va a un pasillo cercano a unas escaleras que conducen a una gran galería y les explica cómo
hacer un conducto. Para ello se sube a un pasamanos y empieza a
caminar encima. Yo me inquieto, se puede caer. Él sigue explicando y
caminando por el pasamanos como un equilibrista. Pero cuando me ve
abajo, pendiente de sus pasos más que de su explicación, se
desconcentra. Da un paso en falso y cae. Alcanzo a atraparlo. Pensaba
que iba a pesar mucho más, que su caída nos iba a tirar a los dos,
pero no, en mis sueños la gente suele ser liviana, lo atajo sin
problemas. Me pregunto si estará bien, si no se lastimó a pesar de
que lograra atraparlo. Parece aturdido. O preocupado. Su cara de
preocupación, me voy dando cuenta después, es porque su explicación
ante los empresarios quedó opacada por su caída. Qué habría
pasado si yo no me hubiera acercado. No lo sé. Tal vez fue mi
cercanía, mi desconfianza y mi mirada las que lo hicieron
trastabillar. Acaso si lo hubiera dejado solo, sin extenderle los
brazos, podría haber caminando por el pasamanos como un equilibrista
de circo que hace su número sin red.