Un catorce de enero
soleado como hoy, hace treinta años, dejaba el campamento base junto
al lago Gutiérrez para subir el Cerro Frey. En las dos carpas
quedaban Walter, Topa, Dani, Pablito y Tristán. Conmigo iban Nico
Spivak y Nico Cura. A Spivak, por su inmensa bocota, le decíamos
Tibu. A veces, para fastidiarlo, también lo llamábamos Bogus o
Spiboquita. Y al otro Nicolás le cuadraba bien su apellido porque
parecía una especie de monaguillo perverso que se excitaba con las
historias bizarras que él mismo fabulaba. No elegí subir con ellos
el cerro, simplemente habíamos quedado que primero subirían los que
estaban en una carpa y después los de la otra. En mi carpa estaban
Walter, Tibu y Cura. Como Walter tenía vértigo y prefirió
quedarse, no me quedó otra que subir con los dos Nicos.
Propuse, al iniciar la
caminata, que fuéramos al mismo ritmo y Tibu se opuso
terminantemente. Cada cual tiene su ritmo y hay que respetarlo, me
dijo. Esa máxima, que podía tener sentido en otro contexto, en la
subida al cerro implicaba que no fuéramos juntos, el que tenía un
paso más rápido iba adelante y el que prefería tomarse su tiempo
se quedaba atrás. No es que Tibu fuera un gran atleta, más bien era
un petiso raquítico parecido a Gollum, pero la propuesta de no ir en
grupo daba cuenta de cómo era él: le importaba tres carajos lo que
les pasara a los demás y no estaba dispuesto a modificar el ritmo de
su caminata por nada. Como Cura asintió, no insistí.
A las tres horas y media
ya estábamos en el refugio del Cerro Frey. Cura decidió mandarse
una regia merienda con té, tostadas y dulce de frutos rojos mientras
Tibu y yo seguimos subiendo cerros, sacando fotos y recorriendo los
alrededores de la zona. Volvimos al refugio para cenar y nos fuimos a
dormir. A la mañana siguiente recorrimos otros cerros y cuando nos
disponíamos para bajar al campamento base, me di cuenta de que me
había dejado un par de sogas, los guantes y el gorro que Walter me
había prestado sobre una gran roca. Les pedí a mis compañeros que
me esperaran unos minutos, que sabía dónde estaban las cosas. No
vas a encontrarlas, sentenció Tibu. Sí, las voy a encontrar, en
diez minutos las agarro y vuelvo. No, vamos ahora. Te digo que sé en
dónde las dejé, no seas tan garca. Te damos cinco minutos, si no
estás, nos vamos. Sabía exactamente en dónde había dejado todo.
Tardé siete minutos en llegar, pero Tibu y Cura ya se habían ido.
No quise salir corriendo para alcanzarlos como un perrito faldero.
Volví al refugio y me mandé esa merienda con el dulce de frutos
rojos que tanto había deseado. Veinte minutos más tarde encaré la
picada.
Iba a un paso bastante
acelerado, casi corriendo, sabiendo que era tarde y que convenía
aprovechar la bajada para no perder tiempo. Mientras avanzaba cantaba
bien alto, como para envalentonarme y no pensar en los minutos de luz
que me quedaban. Al principio me iba cruzando con otros acampantes
que estaban a punto de llegar al refugio, pero luego de media hora ya
no había nadie más en el camino. Empecé a acelerar el trote, hasta
que llegué a una bifurcación coronada por un cartel roto. ¿Derecha
o izquierda? Seguí a la izquierda unos metros, pero al no reconocer
el camino, volví sobre mis pasos y retomé por la derecha. Tampoco
me parecía familiar. A lo lejos pude divisar la orilla del lago,
seguramente no faltaba mucho. El camino se terminó frente a una
maleza bastante tupida, así que me metí de lleno en el bosque y fui
bajando por donde podía, abriendo camino a través de las plantas,
chocándome con árboles, tropezando cuesta abajo y levantándome.
Finalmente llegué a la orilla. Pero del camping, ni noticia. El
perímetro del Lago Guitiérrez tiene varios kilómetros, por lo que
estar en sus orillas no era garantía de estar cerca del camping.
Empecé a caminar por la orilla, creyendo que en algún momento me
encontraría con mis amigos. Pero detrás de cada bahía no había
más que agua en la que se reflejaba un sol a punto de sumergirse.
Después del quinto tropezón, me di cuenta de que esa noche no iba a
dormir en el campamento base y lo más sensato era sacarme la
mochila, extender la bolsa de dormir y descansar hasta la mañana
siguiente.
A medianoche me desperté
con una luz muy potente y el sonido de un motor acelerando. Me
levanté como un resorte y fui corriendo hacia el lugar de donde
creía que venía esa luz, tropezando con varios arbustos. Después
me di cuenta de que era la luz de un auto que estaba del otro lado
del lago, ningún conductor desde ahí me iba a escuchar ni mucho
menos a ver. Lo mejor que podía hacer era seguir durmiendo.
Lo primero que vi la
mañana siguiente, al abrir los ojos, fue una lagartija calentándose
al sol sobre una piedra que estaba junto a mi mochila. No estaba tan
solo como pensaba. Escuché el sonido de un motor y vi una lancha que
pasaba a unos metros de la costa. La mujer y los tres tipos que iban
en ella parecían europeos. Les pregunté si no me podían llevar. Me
miraron con una expresión estúpida sin contestar nada. Tal vez no
hablaban castellano. Les dije lo mismo en inglés. Nada. Los vi
alejándose mientras me contemplaban con una sonrisa idiota como si
fuera parte de la fauna local. Al rato pasó otra lancha con más
personas. Le comenté al hombre que la manejaba que estaba perdido,
que había pasado la noche en el bosque y le pedí que me llevara. Me
dijo que justo en ese momento no podía porque su lancha tenía
demasiada gente, pero que después de dejar a esas personas iba a
pasar a buscarme. Cinco personas no me parecieron demasiada gente,
pero al menos este tipo me había contestado y se había comprometido
a volver. Así que me recosté sobre una roca al sol mientras lo
esperaba.
Habrán pasado un poco
más de dos horas cuando me desperté. Agarré mis cosas y seguí
caminando, esta vez no bordeando la orilla, sino atravesando el
bosque. De repente, escuché gritos, como de animales que estuvieran
peleando o jugando. ¿Eran perros? No, eran tres muchachos de mi edad
jugando a la lucha. Les conté lo que me había pasado y me
ofrecieron su cantimplora. Después de tomar unos sorbos, les
pregunté qué era eso. Se rieron. Una mezcla de vino tinto con vino
blanco, Cinzano y jugo de pomelo. Me gustó la mezcla y seguí
tomando mientras me ayudaban a orientarme. Primero pasamos por un
camping privado, en donde me encontré a Martín Carraro, mi profesor
de fotografía. Hola, qué tal, mirá qué casualidad, justo
cruzarnos ahora por acá, dónde estás parando, en este camping, yo
estoy en el camping libre de al lado, pero esta noche no dormí ahí,
me perdí al bajar del Cerro Frey y estuve hasta recién en el
bosque. Entonces mi profe abrió bien grandes los ojos... Ahhh... vos
sos el perdido que busca gendarmería... y se empezó a reír.
Por más que ya sabía
dónde estaba (o tal vez a causa de ello), quise alargar el momento
de regreso un poco más. Por eso, antes de llegar al campamento base,
les propuse a los muchachos que me habían ayudado a reencontrar el
camino que fuéramos a comer algo en el camping privado. Compré un
cuarto kilo de chocolate en rama y lo compartí con ellos en la
despensa. Al rato encaré para reencontrarme en el camping libre con
mis amigos.
Más tarde les conté mi
periplo. Suponía que Tibu y Cura habían llegado sin problemas al
campamento base, pero no, ellos también se habían perdido. Eran dos
y los muy imbéciles no fueron capaces de ir juntos. Tibu siguió
jodiendo con eso de que cada cual debe respetar su ritmo y lo dejó
atrás a Cura, que tenía pasos más lentos. Y luego de media hora,
Cura se encontró con la versión más decadente de Gollum a un
costado del camino, tirado sobre unas plantas. Supuestamente le había
bajado la presión y creía que lo mejor era chupar raíces. Cura nos
contó eso unos días después, sonriendo al recordar semejante
escena: Tibu con su tremenda bocota, tratando de chupar unos yuyos
secos, como un tiburón desfalleciente intentando alimentarse de un
pedazo de alga disecada. Cura lo ayudó a reincorporarse y a seguir
la caminata a un paso más lento. Esta vez a Tibu ni se le ocurrió
sugerir esa pelotudez de que cada uno fuera a su ritmo. No llegaron
al campamento base ni a la orilla en la que yo estaba, siguieron un
camino que los llevó a un lugar en donde había una casita rústica.
Tibu golpeó la puerta y cuando les abrieron, simuló que estaba
accidentado y pidió ayuda con Cura para que los llevaran al
campamento base.
Al anochecer, cuando
llegaron, Dani, Topa, Walter, Pablito y Tristán les preguntaron en
dónde estaba yo. No sé. ¿Cómo que no sé? Se quedó buscando unas
sogas. ¿Qué? Eso. ¿Y no lo esperaron? Cinco minutos. ¿Y después?
Nos fuimos.
El único que no creyó
todo eso fue Topa. Tenía un motivo para no hacerlo: era el quince de
enero y faltaba un rato para la medianoche. ¿Qué mejor manera de
festejar su cumpleaños que con una aparición sorpresa? Por eso se
quedó sentadito al borde de la carpa, sonriendo, esperando el
momento de los gritos y la gran celebración. Pero cuando los otros
seis se fueron a dormir y pasó la medianoche, a Topa se le desdibujó
a sonrisa. Entonces esa historia ridícula de que yo me había
perdido en medio del bosque era cierta.
Al día siguiente
llamaron a gendarmería para que me rescataran. Por los
radiotransmisores hablaban del comando Dorotea doble Eva María Inés
Ana Natalia o algo así. Pensaron que podía estar con una pierna
quebrada bajo un árbol. Pero no, regresé en pedo con la mano
izquierda empastada con chocolate en rama y la derecha con una
cantimplora que tenía una extraña mezcla para celebrar con Topa por
sus flamantes diecisiete.