martes, 30 de julio de 2013
La estación necesaria
Retomo la marcha. De la primavera al verano. De Medellín a Cartagena. El calor cobra otra dimensión, tiene cuerpo, tiene entidad propia. Transpiro como nunca. Ahí sí tiene sentido la ducha fría, que nunca es fría. Es extraño escribir esto ahora, a un año, a miles de kilómetros y al otro lado del termómetro. Pero no importa este julio, sino aquél, el de ese vaho que te acompaña en las calles o mejor dicho te lleva flotando por esas noches de asfalto, porque de día no hay otro camino que transitar más que el del sueño. Acaso se abra un puente al Santiaguito querido y a sus siestas. Como diría mi abuelo, casas más, casas menos, igualito a mi Santiago. No por el acento caribeño, no por la gente ni por su música... simplemente por ese aire que sentencia tantas cosas parecidas en mundos tan diferentes. Y es ese aire, precisamente, el que me tumba y a la vez me levanta, después de tantas duchas, después de ser yo mismo agua que fluye y se renueva. Porque, después de todo, yo soy un animal de verano. A pesar de que mis abuelos mamaran el blanco de la nieve rusa, austríaca y polaca, a pesar de que mi madre siempre prefirió el frío, a pesar de que mi apellido no suene muy latino que digamos, yo soy un animal de verano. Y me gusta pensar en ese abuelo que dejó la Rusia de los pogroms para terminar con sus costosos abrigos en las entrañas de Santiago del Estero. Probablemente siempre padeció el calor. Mi mamá lo detesta. Pero yo no. Por eso Cartagena me hizo bien y fue la estación necesaria para mi recuperación.
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