jueves, 1 de agosto de 2013
De la última frontera terrestre a donde dobla el viento
Santa Marta. Última frontera por tierra. Dicen que lo mejor es tomar el micro diferencial, cruzan la frontera con vos, te cuidan, cuidan tus cosas, te meten un poco de miedo y supuestamente eso es parte del cuidado, te piden -o te ordenan de una manera que parece un favor a vos mismo- que extiendas la cortina, que no se te ocurra correrla, que no mires, como si la Guajira fuera Sodoma y Gomorra y por mirar vas a quedar convertido en una estatua de sal. Los asientos son más cómodos, es verdad. Pero esta vez no vas a poder disfrutarlos. No, esta vez no va a ser. Todos los asientos están vendidos, así que habrá que viajar como sea. Como sea es en esas combis hasta la frontera y ahí, buena suerte y más que suerte. Aunque algo de suerte tengo, porque me entero de que está retenido el micro diferencial que viene de Cartagena... y la combi con la que negocio un buen precio ya está saliendo. Menos mal que además de pesos colombianos tengo unos bolívares encima. A negociar de nuevo en la Guajira. Lindo lugar para negociar. Me subo con dos colombianos y un venezolano a un Valiant. Está tan destartalado que parece que en cualquier momento se va a desarmar completamente y el chofer -Don Ramón en persona- va a quedarse con el volante en la mano, flotando en el aire por inercia, como le suele pasar a Pierre Nodoyuna después de hacer trampa, a unos metros de la recta final, recta que nunca va a pasar. Pero este Valiant no es el auto de carrera con propulsión a chorro de Pierre Nodoyuna. Ya es un milagro que haya arrancado. El ruido que hace el motor es infernal. Hay algo peor que el estado del Valiant: la ruta por la que vamos. No son baches los que esquiva Don Ramón, sino cráteres. Solamente falta que empiece a brotar lava. Así y todo disfruto del viaje. Probablemente mucho más de lo que había disfrutado un año antes, cuando cruzaba la frontera en un micro diferencial con las ventanillas tapadas por esas malditas cortinas que no debían ser corridas. Esta vez sí, a bordo de este cachivache que es como el abuelo del General Lee, la Guajira está ahí, desnuda, sin una tela siquiera que la cubra. Llegamos a Maracaibo mucho antes de lo esperado. Y eso que no conducen Bo y Luke, sino Don Ramón. Qué bueno no haber tomado el micro de Expreso Amerlujo. Tal vez los gringos todavía lo estén esperando. Y yo ya estoy sobre este puente que parece interminable, este puente que es el principio del final, de ese otro puente que pronto me va a llevar a casa. Mi casa. Suena extraño decir "mi casa", cuando yo mismo me la expropié, porque dejarla por seis meses a esa pareja de colombianos es una manera de hacer de mi casa un lugar extraño. Volver a casa, aunque no sea un regreso. Pero para concretar ese regreso -o esa vuelta a un no lugar- tengo que comprar el pasaje. Lo intenté en Ecuador. También en Colombia. Y se me trababa la operación, no sé por qué. Tampoco me preocupó demasiado. Ya lo resolvería en Venezuela. Bien, estando en Venezuela me doy cuenta de que no voy a conseguir pasaje para la fecha que tenía pensado regresar. Debería estar preocupado. ¿Debería estarlo? ¿Por qué? Como decía un viejo refrán, si no tiene solución, ¿para qué preocuparse? Y si la tiene, ¿para qué preocuparse? Es como si la preocupación fuera la culpa que debemos pagar por los errores cometidos. Al carajo con la culpa. Mail a la directora y a la vice: llego más tarde al laburo. Punto. Ahora, a disfrutar estos días que me quedan del viaje, no quiero padecerlos, basta de la corrida final, quiero detener el paso, quiero detener el tiempo. Por eso voy a Coro. Así como cada país parece tener su ciudad blanca, también tiene su pueblito atemporal. Tarata en Bolivia. Y en Venezuela, Coro. Con sus casas, sus calles de tierra y sus dunas. Y ahí nomás está La Vela de Coro. Donde el sol se pone. Donde dobla el viento. O acaso fue el viento el que dobló a Coro y le dio esa forma. Porque Coro, según dicen, significa viento. Lo pueden confirmar los barcos anclados en la arena, como testigos mudos. Lo puede decir ese sol. Y también ese silbido que recorre las noches en cada esquina, en cada rincón vacío.
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