De la tarde estival de Caracas a la madrugada porteña sin escalas. De un extremo al otro del mapa, del termómetro, de ese puente en el que reverberan tantas formas de encadenar las palabras, de liberarlas, cantándolas y contoneándose a su ritmo o simplemente callando. De un espacio a otro que no es el que dejé. De un tiempo a otro que todavía no habito ni me habita. De un transitar a un estar o a un transcurrir sin estar del todo. Sin ser del todo, porque el lazo que unía esto que me encuentro con los recuerdos o con lo que esperaba está quebrado. O nunca estuvo, no al menos como lo suponía. Porque no, no hay regreso. Lo dijo mejor que nadie Roberto Juarroz:
No hay regreso.
Pero siempre queda un viaje de vuelta
hacia ciertas cosas anteriores,
que ya son otras
y sin embargo nos llaman
con un signo
similar al de antes
Nada cambia del todo.
Lo que no cambia
en aquello que cambia
saluda nuestro viaje hacia atrás,
celebra lo que no cambia en nosotros,
su abismal permanencia en el fondo,
su intemporal fidelidad.
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