lunes, 26 de agosto de 2013

El nombre de la rosa

El viaje no ha terminado. No solamente porque no hay regreso. Hay, eso sí, una confluencia en tantos caminos, en tantas voces. El viaje continúa porque la resonancia de los pasos es otra. Aunque sea yendo a la esquina de casa. Aunque sea volviendo del trabajo, una tarde como cualquier otra. Una tarde de barreras cortadas, de cuello de botella por Fray Cayetano, como en casi todos los accesos para llegar al otro lado de Yerbal. La mirada se cansa de la inmovilidad del vehículo de enfrente, para qué las bocinas, para qué gritar y maldecir. A un costado, un cuerpo cae al piso de un garage iluminado por una luz colorada. Se contrae como un bicho bolita para evitar -acaso, presintiéndolo- el inminente ataque. De a poco se va extendiendo. Parece una loca salida de una crónica de Lemebel, un relato que no sé cómo comenzó ni mucho menos cómo va a terminar. Como si estuviera borracha, camina en círculos, apenas se mantiene en pie. Tal vez quedó atontada por la caída. Vuelve al piso, se recuesta, como si le costara despegarse, como si las baldosas tuvieran un imán. Una camioneta está saliendo del albergue, ocupada solamente por el conductor, un hombre de unos cincuenta años, se detiene frente a la loca. Hay una pausa, un intercambio de silencios, algo más imperceptible, algo que no sé qué es pero que desencadena una salida desenfrenada, el hombre sale directo a patear a la pobre loca, que sigue ahí, en el piso, que ni siquiera acusa los golpes, que recibe toda la furia sin entender de dónde, de quién ni por qué. Hay que hacer algo, salir del lugar del que observa, decir pará, hablar, gritar, meterse, meter el cuerpo, separar, es difícil, a esa altura la loca ya se defiende, y está bien que lo haga, después de haber recibido decenas de patadas y trompadas, ya es hora de que lo haga, pero uno tiene que hacer algo, tiene que separarlos, finalmente aparece la policía. Ya está, uno dice listo, como mintiéndose, como queriendo creer que todo va a seguir su curso normal, volver a casa, asunto resuelto, pero no. En la esquina hay algo que no huele bien, por eso hay que girar sobre los talones, volver a ese garage, a esa luz roja, a esas caras. Y solamente basta mirar un poco para comprobar que lo sospechado es lo que está pasando, un policía le da la mano al de la camioneta, la loca les grita enfurecida a otros agentes que la quieren llevar a la comisaría. La tranquilidad de unos termina siendo el infierno tan temido de otros. Por eso es necesario volver sobre los pasos y dar ese paso no dado antes, decir yo estuve ahí, yo vi cómo el hombre bien vestido que manejaba esa costosa camioneta se bajaba y empezaba a patear a la pobre loca sin que le hubiera hecho nada, sin que intentara defenderse, con tanto odio, con más que odio, con saña, yo vi primero y después dejé de mirar para intentar separar, actuar y ahora estoy acá para que mi palabra también sea un hecho, ésta es mi declaración, éste es mi nombre, mi apellido, mi dirección, mi teléfono, mi documento. Y el hombre de la camioneta ya no sonríe. Y los policías ya no pueden seguir siendo cordiales con él, no al menos de manera tan evidente. Y la loca dice que ella lo va a denunciar. Y que ella sabe pelear como un sapo. Cómo pelea un sapo, me pregunto yo, pero no se lo digo, le sonrío y le digo que está bien que sepa pelear como un sapo, que le creo, pero que en ese momento no le conviene decirlo, que va a llegar la ambulancia y lo mejor es que les indique dónde le duele, dónde la lastimó. Después de todo, me alegra verla al pie del cañón, ahora sí, en guardia, más despierta. Los policías ya no saben cómo tratarla, uno lo intenta más suavemente, me pide que interceda. Le digo que se calme, que yo estoy de su lado, que voy a declarar por lo que le hicieron. Ella se golpea el pecho como King Kong, dice yo soy una ramera y me la banco, yo peleo como un sapo y nadie me va a golpear gratuitamente, yo voy a demandarlo, a él y a todos los que me hagan lo mismo. Los policías dan vueltas, revolotean, pero mantienen una distancia prudencial, prefieren no acercarse demasiado, probablemente se sientan como moscas o polillas que están en peligro si pasan desprevenidos frente a la gran boca del sapo, son como electrones que orbitan en torno a un núcleo inestable, como esos helicópteros inútiles a los que en cualquier momento King Kong es capaz de achicharrar de un manotazo, en el fondo tienen miedo, sí, ellos con sus uniformes azules, sus cachiporras y sus pistolas automáticas tienen miedo porque no saben cómo lidiar con esa loca desencajada, cómo defenderse de sus palabras, sus conjuros, sus insultos, se escudan en una aparente sonrisa cordial, pero ni siquiera saben cómo evadir la mirada de los vecinos, mucho menos cómo tratar a esa loca que blasfema con la cara bordó, los labios que destellan un rosa furioso, palabras rojas que tienen la resonancia del altiplano, no son las facciones pálidas y duras de una Stella Manhatan, tiene esos cachetes cobrizos inflados por estos aires y esta tierra, con este loco afán de no esconderse y sostener la batalla por más desigual que sea, por más ridícula o inmoral que parezca frente a los ojos de los distinguidos vecinos del barrio de Flores. Tiene un glamour diferente al de aquellas locas ochentosas que desfilaban por las escaleras del Sacré-Cœur. Pienso en otras locas, ésas que escondían las pieles de visones como un juego, que apilaban los huesitos de pavo y les plantaban la banderita de Chile, burlándose de su propia muerte, riéndose de lo que algunos llaman el inexorable destino. De las locas de aquel lejano diciembre del 72 a esta loca que grita a los cuatro vientos en la salida de un garage de Bacacay hay una distancia que no sé si es posible descifrar. Tal vez no se trate de descifrar, de entender. A veces uno quiere agrupar las cosas, etiquetarlas, como si eso diera la sensación de cierto orden, como si fuera garantía de tranquilidad. Y para qué, para qué esas dicotomías que no son más que una construcción, masculino o femenino, antiguo o moderno, sano o enfermo, conservador o revolucionario, religioso o laico, apocalítico o integrado. Y la loca, que escapa a esas y a tantas otras clasificaciones, declama su propio apocalipsis, se transforma en una yegua que cabalga en su propio relato, en su propio delirio que termina siendo para esos policías novatos una pesadilla tan real como sus gorras azules, ellos que creían tener todo controlado no saben cómo lidiar con esa forma de relinchar que construye y a la vez destruye a patadas un relato que tanto podría ser el apocalipsis como el génesis, principio y final a la vez. Yo les repito por séptima vez mi versión de las agresiones a los policías que toman nota e intentan demostrar que se quieren portar bien. Les pregunto si les queda alguna duda, si están claros mis datos, si tienen alguna pregunta más que hacerme. Me dicen que no, me agradecen, tratan de ser correctos, quieren parecer civilizados, me dan la mano, con firmeza, como haciendo hincapié en algo que quisieran que pasara pero no sucede, como dando a entender que están a la altura de las circunstancias y no, no lo están. Después voy a despedirme de ella. Me sostiene la mano, me sostiene la mirada, me tira un beso y una sonrisa en el aire, mientras un vecino que tiene su ropa deportiva, su raqueta, su funda, su calzado de tenis, detiene su marcha sorprendido por ese apretón de manos, qué tendré que ver yo con esa loca, qué habrá pasado ahí, qué importa lo que piensa, al menos tuvo que detener su marcha, al menos no pudo seguir como si nada hubiera pasado y al menos le quedó una pregunta flotando en la mente que va a permanecer después de su clase de tenis mucho más que la corrección del revés que tanto le cuesta. Y yo esta vez emprendo la retirada, son unos pocos metros, si bien es otro mundo, no está tan lejos como algunos quieren suponer. Y al entrar a casa me doy cuenta de que todavía no hice todo lo que debería haber hecho, porque tal vez compré otra tranquilidad aparente y hay tantas cosas que sigo sin saber, porque como tantas historias, esta historia sigue y probablemente no como yo pensaba, y por qué no se me ocurrió ofrecerle algo más, agua, una gaseosa, o cualquier otra cosa que necesitara. Y por qué, después de todo, no le pregunté su nombre.

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