martes, 13 de agosto de 2013

Un día, un año

Departamento vacío, desnudo, ausente. Cajas y más cajas, de cartón, de plástico, de madera. Papeles, libros, revistas y más papeles y más libros y más revistas. Para qué. Para qué guardar todo eso. Para qué abrirlas otra vez. Y otra vez, Juarroz. No hay nada que guardar/ Nos bastan las miradas que no se pueden guardar/ Ante el desenlace largamente previsto/ lo imposible de guardar es lo único que importa. ¿Qué es lo único que importa? No, por favor, otra vez el zorro y el principito no. Sí, es verdad, lo esencial es invisible a los ojos, pero hay algo más. Algo que escapa también al recuerdo, a esta distancia de un año, como si doce meses fueran solamente la pausa necesaria para llegar a algo, como si 365 días pudieran dar otra dimensión de las cosas, otra escala. Y no, no necesariamente. Hay algo que se escapa. Un gesto, el temblor de una voz, ciertas palabras que no tienen cabida porque el mundo al que pertenecían ya no existe. Y no puede ser reconstruido con melodías o palabras, mucho menos con aquéllas que ya no son sostén de nada, porque ya no dicen nada más que la letra mecánica de una canción ausente. Y ahora qué. Por qué no hacer lo opuesto. Por qué no compactar un día en un año. Después de haberle tomado el pulso a algunas frases, a ciertos paisajes, después de haber expandido los ayeres en el transcurso de otros ayeres, por qué no comprimir este último año en un párrafo, no como un desafío sino como la necesidad de tirar un lastre. Un año que se compone de dos. Final de 2012, final para algunos. Para mí, principio de una caída que anticipa este 2013, este martes 13, sinécdoque de un año que se sacude por el eco de otras caídas. Ir al sur, a mi sur. Y caer. Hay algo antes del impacto que hace que el impacto mismo sea un espacio en blanco, un paréntesis en el que la memoria oculta algo vital. No hay registro de la caída, no hay grito, no hay un crac del manubrio, no hay siquiera un instante absurdo en el que todo queda congelado. Pero la caída se sostiene mucho más allá de los días y las noches. Hay cientos de instantes en los que freno dormido y despierto por ese instante en el que no frené. Y caigo otra vez. Y otra. Y otra, con las manos apretando la frazada como debieron haber apretado los frenos. Por suerte tengo la cabeza, aunque a veces rueda por allá, cuesta abajo. Y el hombro izquierdo, que no responde, que da puntadas, que pide ser olvidado, como si nada hubiera pasado. El dolor en el cuerpo es la forma más tangible del presente. Cómo levantarme y seguir adelante sin evadir las preguntas que me tiran y las respuestas que me entierran. Entonces, por qué en lugar de subir, no cavar. Eso, por qué no cavar abajo, hasta dar con la arena húmeda, hasta alcanzar el agua. Y debajo del agua, solamente agua, no tierra ni árboles ni madera ni papeles ni renglones ni palabras. Y entonces, volver, esta vez sí, volver al agua. Volver a un camino en donde no hay más huellas que la memoria del cuerpo. Volver a un lugar en el que nunca estuve. Volver a mis pasos, sin ser el eco ni el soporte de una voz cansada. Volver para no dar con la talla y celebrar cada desencuentro.

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