domingo, 22 de septiembre de 2013
El empleo del tiempo
Hola, hijo. ¿Qué tal? ¿Cómo estás? Bien ¿Qué estás
haciendo? Nada. ¿Cómo nada? Nada. ¿Descansando? No, ¿descansando de qué? ¿De no
hacer nada? No estoy cansado. Ah. Silencio. Pero me imagino que tendrás planes.
No. ¿Qué pensás hacer el fin de semana? No sé. ¿No querés que vayamos al cine o
al teatro? Podemos conseguir entradas. Uf, ahí viene otra vez. El temor a mi no
hacer nada, a este hacer la plancha y admitirlo sin vueltas. ¿Estará deprimido?
No, ¿cómo explicarle lo fabuloso que es estar tirado sin hacer nada? Es ella la
que nació en Santiago del Estero y sin embargo soy yo el que terminó heredando
la esencia de ese transitar en la quietud tan norteña, de ese ritmo cansino que no asesina a un tiempo que quiere imponerse a toda costa pero sí le da una bofetada a su insoportable paso frenético que se rige por el tic tac de un reloj omnipresente. Es ella la que nació en la tierra donde la
siesta es sagrada y el no hacer nada religión. Pero a ella los mandatos
divinos de los aires del kakuy parecen haberla salteado, tan activa, tan
ocupada siempre, con tantas cosas, simposios, artículos, charlas, cursos, seminarios,
pacientes, casos muy interesantes, ciclos de cine, debates, más cursos, más seminarios, talleres... y frente a todo eso, mi nada que la mira desde su
nadería misma y ella que no le devuelve la mirada, que prefiere repreguntarme,
qué te gustaría hacer, como una madre cariñosa, pero también sobreprotectora
que teme que yo sea Atreyum aproximándome al abismo, a la boca de la Nada
misma. ¿Cómo explicarle lo que no quiere entender? Sí, me encanta el cine, pero
no me atrae lo que hay en cartel. Para ella estoy tirado en un rincón mirando
cualquier porquería en la tele, el cerebro achicharrado, el cuerpo reducido y
amoldado al hueco que se forma en el colchón. Si esa idea de lo que soy yo o de
lo que puedo estar haciendo en este momento la angustia, ¿qué culpa tengo? ¿Qué
tengo yo que ver con ése que ella cree que soy? ¿De qué sirve decirle que un
capítulo de Breaking Bad visto de canto vale -palabras textuales de Fernando
Martín Peña- por toda la producción de Hollywood en un año? Si total esa acción
que es ver tele para ella es equiparable a mi no hacer nada. Me pregunta qué me
pasa que no hago algo productivo. Ahí está. Algo productivo. Producir como una
manera de actuar. Si yo soy yo por mis acciones, también lo soy por lo que
produzco. Y si no produzco nada, si no hago nada, entonces no soy nada. Bien,
no soy nada. Pero, ¿qué es lo que te pasa? Nada. Ya sé lo que le da vueltas en
la cabeza. ¿Por qué estás tan solo? Nuevamente el mandato familiar, estar en
pareja, formar una familia, tener hijos, hacerse cargo. Como Walter White, que
se hace cargo. No quería entrar en las grandes ligas, pero el bueno de Gus lo
convence. A man provides. Because he's a man. Juego de tautologías, un hombre debe
proveer todo lo necesario a su familia y debe hacerlo por la sencilla razón de
que es un hombre, está implícito en la condición de ser hombre el predicado que
presupone que no va a hacer otra cosa que proveer. Gus es contundente. Y sabe
cómo decir las cosas. No porque sea lo correcto, sino simplemente porque quiere
que su negocio le salga redondo. Y aparentemente lo logra. Aparentemente,
porque un hombre es mucho más que alguien que provee, es alguien que puede estallar
e invertir todo. O también un hombre puede ser mucho menos que alguien que
provee. No hay equivalencias exactas en el lenguaje, mucho menos en lo que se
supone que un hombre es o debería ser. Y frente a lo que soy o debería ser está
mi nada, mi no ser, mi sombra de acción que según mi padre puede ser potencia
(él siempre con su bendito Spinoza) o por qué no la pura inercia que deviene de
lo que ya no soy. De todas formas, la corriente no tira tan fuerte, no voy
aguas abajo, no se avecina una catarata ni mucho menos se escuchan los aullidos
del lobo que quiere atacar a Atreyum en un mundo que amenaza con desmoronarse.
O tal vez el lobo ya pasó. Si me preguntan a mí, no creo que el lobo haya
pasado ni pase alguna vez porque la Nada no necesita emisarios. Por favor, ¿a
quién se le ocurre que la Nada va a mandar a un pichicho? ¿Para qué? No, cuando
la Nada está presente, no hay aullido que valga. Mejor dicho, no hay aullido.
No hay sonido ni furia. No hay verbo ni acción. Y no está tan mal que así sea.
Puede que ya haya llegado. De hecho, creo que ya está instalada. Sí. La Nada
está acá y después de todo, no es tan temible como la pintaban mi mamá y
Michael Ende.
miércoles, 11 de septiembre de 2013
Lo que prevalece
A cuarenta años de ese discurso,
a cuarenta años de los bombardeos, a cuarenta años del golpe, a cuarenta años
de la noche que entró en la casa de las hermanas Garmendia, como en tantas
otras casas, esa noche que todavía no se ha ido del todo, como queriendo contraponer el peso de su oscuridad al resplandor de la democracia más duradera en Latinoamérica que la antecedió, a cuarenta
septiembres que no logran dar la medida de lo que fue aquel septiembre negro,
¿qué queda, qué es lo que prevalece? La tapa de El Mercurio habla de Siria, del
partido de la roja contra la selección española, del exitoso cierre de esta temporada
de esquí. Habla de muchas cosas, pero lo que más pesa es su omisión. Es
necesario transitar por ese diario para ir descubriendo lo que la primera página
no quería mostrar: no solamente no condena el golpe, sino que lo enaltece.
Palabras textuales de Gonzalo Rojas: "El 11 de septiembre de 1973 es otra
cosa: por primera y única vez en la historia de Chile, se invoca el derecho de
rebelión para deponer al gobierno ilegítimo, inmoral y no representativo del
gran sentir nacional". La vía libre para la tortura y el asesinato es el
derecho de rebelión. Qué será para este periodista el gran sentir nacional, el gran
sentir de su columnista vecino, un demócrata como Orlando Sáenz, que explica
por qué no va a apoyar a Michelle Bachelet pero no dice cómo colaboró con el
golpe de Augusto Pinochet, aunque el informe del Comité Church lo deja bien en
claro. Por la forma en que están distribuidos los artículos del principal
matutino transandino puede hacerse una lectura bastante nítida: debajo de esas
"Opiniones al cabo de 40 años" (que no son otra cosa que un intento
absurdo de justificar mediante la estadística por qué la inseguridad debería
prevalecer en la agenda chilena frente a la política de Derechos Humanos) hay
una advertencia: ojo que ahora los números cierran, cuidado que Chile puede
gloriarse de "su inédito consumo", pero no sabemos hasta cuándo,
dependiendo de las políticas que implemente el próximo gobierno. Y de remate,
una didáctica explicación de por qué hubo que bajar el impuesto a la renta a
las compañías mineras privadas. Qué más decir. Es necesario recordar el pasado,
pero también hay que estar atentos al presente que estos perros rabiosos ladran
y al futuro que auguran. Es necesario también leer a otro Rojas, Miguel Rojas, que
en otro diario -El Mercurio jamás lo habría permitido- hace de su artículo un
lúcido mapa en movimiento, en el que se evidencia no sólo las huellas de los
crímenes en la memoria de las personas, sino el cambio sufrido en las mismas
ciudades, su relevamiento es como una cartografía del crimen, de ese trazo
planificado que establece que el centro de Santiago ha dejado de ser una plaza
para darles lugar a los grandes centros comerciales. Ahora pienso en mis viajes
a Chile con mi familia. El primero fue en 1988. No dejaban pasar a mi
abuelo. Como era ruso le cerraron el paso en la frontera. Vayan, vayan ustedes,
decía, yo me vuelvo solito a casa. Pobre viejo, en lugar de ir a Santiago de
Chile quería volverse a su Santiago del Estero. Finalmente, pasamos todos, pero
ya desde la frontera estábamos avisados que se trataba de otro país, de otra
realidad, de otro presente. Lo noté también por el tono indignado de una mujer
que nos orientó cuando estábamos perdidos. Yo la escuchaba, la quería seguir
escuchando, a pesar de que entendiera poco, a pesar de que mis doce años no pudieran
darle el alcance necesario a sus palabras. Muchos años más tarde las palabras
de otra mujer chilena generaron algo más que un diálogo. Fue en Curitiba.
Estaba en un banco para cambiar dinero, antes la tenían que atender a ella,
pero ni los empleados podían entenderla ni ella comprendía una palabra de
portugués. Me ofrecí como intérprete y me sonrió agradecida. Yo solamente
quería ayudarla a agilizar el trámite, nada más. Entonces ella dejó de
preguntarme qué significaba poupança o caixa, cómo decir esto o cómo pronunciar
aquello, empezó a preguntarme de dónde era, qué hacía, a qué me dedicaba.
Recién arrancaba el año 2002 y las palabras como crisis o corralito rodeaban
inevitablemente el aura de cualquier argentino. Yo no quería hablar del tema,
menos con ella, pero ella seguía avanzando, yo respondía con monosílabos, con
un movimiento de cabeza, tratando de cortarla, pero ella continuaba. Podría haber quedado ahí, que
pensara lo que quisiera, que estaba cambiando los últimos mangos que tenía, que
venía de una ciudad o un país en llamas, que en definitiva seguía siendo mi
país, al que pensaba volver, podría haber terminado ese pequeño cuestionario
inquisitivo con un silencio y ya. Pero no, ella necesitaba dar su veredicto,
por eso dijo que el problema nuestro era que no habíamos terminado bien las
cosas. ¿Qué? Que no han cortao el problema de raíz, po. ¿De qué está hablando?
Que no han hecho el trabajo completo, po. A esta altura sospechaba lo que
estaba por decir, lo había sospechado desde un principio, como el Chapulín,
pero ya no podía seguir haciéndome el estúpido. ¿Qué trabajo? Que no habei aniquilao
a todos los guerrilleros, po, que habei dejao a varios de pie, ¿cachai? Ahí sí
que no pude contenerme y empecé a gritarle y a insultarla y los empleados que
decían antes qué muchacho tan atento y educado que hace de intérprete de tan distinguida
dama no comprendían por qué el muchacho la puteaba a los cuatro vientos
completamente sacado... pero lo que más sacaba de quicio a ese muchacho, lo que
más loco me ponía era que la vieja de mierda seguía diciendo lo mismo con total
parsimonia, manteniendo esa sonrisa y ese tonito condescendiente. De todas
formas, ahora que lo pienso, era esperable ese comentario de aquella mujer. Más
esperable que el de esa parejita de Santiago que conocí en la Isla del Sol el
año pasado, se supone que todos estábamos en la misma, mochileros, hay ciertos
códigos, podemos compartir el pan, el agua, podemos no estar de acuerdo sobre
el origen del pisco, que es peruano, que es chileno, pero hay patrones que se mantienen
en toda Latinoamérica y hasta diría en el mundo entero, un si bemol es un si
bemol acá, allá y en todas partes, los banqueros siempre fueron, son y serán
una manga de estafadores (no hace falta leer a Brecht para llegar a esa
conclusión)... y la yuta siempre reprimió y va a seguir haciéndolo... pero entonces
ellos saltaron aclarando que era verdad, po, menos en Chile, que ahí los
carabineros no reprimen, ¿qué?, que no reprimen, ¿qué te fumaste? ¿cómo que no
reprimen?, no, po, ¿y dónde carajo estabas cuando cagaban a palos a los
estudiantes?, no, que fueron ellos los que han empezao, po, ¿qué? que sí, po,
que ellos los han provocao y los carabineros se han defendido, po, ¿pero de qué
carajo estás hablando? ¿vos te creés todo lo que dice El Mercurio?, no, po, es
la verdad, ¿de qué mierda me estás hablando? ¿quién te mandó a decir esas pelotudeces,
Piñera? Y nuevamente me sacaron, como esa mujer diez años antes, aunque esta
vez entendía menos, porque eran pibes como yo, que hablaban de la unidad
latinoamericana, de los ciclos de democracias y dictaduras, de la sociedad consumista,
de tantas cosas más... que de repente me salían con eso, como si los carabineros
fueran los arcángeles de la Madre Teresa, la puta que los parió, a los
carabineros y a esa parejita de pelotudos jugándola de progres y al mismo
tiempo embanderados en los mismos argumentos que esgrimen energúmenos como
Gonzalo Rojas y Orlando Sáenz. Entonces vuelvo a la misma pregunta del
principio, a cuarenta años, ¿qué es lo que queda, qué prevalece? Busco un
refugio en la memoria, más allá de esa parejita de mochileros, más allá de la
aristocrática mujer del banco de Curitiba, más allá de la frontera en donde
querían retener a mi abuelo. Tal vez para buscar la manera de enfrentar ese
abismo deba situarme en un abismo similar. Y es ahí donde empiezo a encontrar
una respuesta. Porque es en ese centro cultural que alguna vez fue la Escuela
de Mecánica de la Armada donde escucho una voz que sostiene otra mirada. Pedro
Lemebel se presenta, lo antecede su voz, una voz de ultratumba, una voz sin
voz, ya que acaba de ser operado de las cuerdas vocales, y aun así, con tanta
potencia, con tanta profundidad, con tanto caudal. El médico le había avisado
que tal vez no iba a poder hablar, entonces él le dijo que antes de que lo
durmieran con la anestesia quería decir sus últimas palabras, cómo no, asintió
el cirujano, diga, ¡Piñera, la concha de tu madre! Todos nos reímos. Pero Pedro
siguió hablando, a pesar de la operación, siguió y sigue peleando, ya dio
tantas batallas, contra los putos carabineros, contra tantas bayonetas, sin
privarse de escupirle en la cara sus verdades a cualquier funcionario de turno,
siguió y sigue batallando contra tanto más, contra el sida, contra el cáncer y
no deja de reírse hasta de su propia muerte, de su puta muerte, tan
emputecidamente cansada de perder una vez más la pulseada con la loca más
putamente loca de todas, la más genial, que te hace reír como ninguna y al
mismo tiempo te deja las palabras atragantadas, con esa voz en la que confluyen
tantas voces, aunque esté ronca, jamás se va a callar y va a seguir al pie del
cañón retratando con sus crónicas la mejor de las aguafuertes de un Chile que
puede vislumbrarse al raspar de las piedras algo más que el musguito, al rasguñar los muros y contemplar a través de la cámara de Patricio Guzmán un grito tapado por tanta pintura, por tantos años grises, un Chile que reaparece al romper en pedazos las hojas de El Mercurio, al hacer
añicos sus frases, su cuidada sintaxis, sus palabras, como lo hace Catalina
Parra en esa mirada oblicua hacia el monstruo, para no quedar convertida en
piedra, para estar siempre en movimiento y darle otra dimensión a su obra, que
es mucho más que un pastiche de imágenes, palabras y acción, que sostiene el
puño en alto, el mismo puño que sostuvo Víctor Jara, el mismo puño que no pudieron
quebrarle, aunque lo molieran a palos, una y cien veces, el mismo puño que se
levanta con estos estudiantes y que por más armados y preparados que estén los
carabineros va a mantenerse cada vez más arriba, como una pregunta sin
respuesta que resuena y va a seguir resonando, a pesar de que tantos orangutanes vestidos de saco y corbata se tapen los
oídos y los ojos, a pesar de que chillen, pataleen y sigan mirando para otro lado.
martes, 10 de septiembre de 2013
Breaking Bad
Pirar, enloquecerse, tomar por el mal camino, caer bajo,
corromperse. Dar algo más que un golpe de dados, lanzar ese cross a la
mandíbula y al mismo tiempo desmoronarse por el knock out. La traducción casi
literal no se aleja tanto del original: romper, romper mal, romper mal con
todo. Romper una forma de vida, dar un vuelco irreversible, irremediable,
inevitable. Romper y disolver los cuerpos vivos y muertos, romper y disolver
las relaciones, vaciar el sentido de cada frase, de cada palabra, volver cada
expresión hueca, extraña, contraria o desapegada completamente de lo que en
algún momento pudo haber significado. Romper las promesas, las creencias, los afectos.
Romper la fe. Romper la sagrada trinidad: tradición, familia y trabajo. Romper
los tabúes, patearlos, tirarlos abajo, pisotearlos y reírse de ellos. Romper
todo sin dejar nada en pie, ningún tótem siquiera, ningún lugar de resguardo.
No limitarse a violar la ley, hacer de la ley un conjunto de normas inconexas
que ya no tienen sustento en nada, un edificio que pronto va a implosionar y va a quedar
reducido a escombros. Romper una genealogía completa y un prominente porvenir
en nombre de la nada. Romper huesos, cristales, seguir rompiendo hasta que todo
quede astillado o reducido a polvo, hasta que el silencio ya no sea el preludio
de voces o disparos, sino la ausencia en una medida abismal, sin escalas.
Ninguna melodía predomina, ningún color. O sí, el inconfundible color del
dinero que emana ese olor verde y queda impregnado en la retina, en la nariz,
en el sabor del almuerzo y la cena. Por qué no entrar en esa cocina en donde se
cuecen mucho más que habas. Con ustedes, los primeros pasos rumbo a este infierno
que vale la pena conocer. Buen provecho.
Breaking Bad - Temporada 1
http://verbreakingbadonline.com/breaking-bad-online-temporada-1.html
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Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
jueves, 5 de septiembre de 2013
Entero o a pedazos
El partido se estaba poniendo
áspero. Era de esperar algo así. Suele pasar. Volver rengueando a casa. Y al
día siguiente, seguir caminando como el rengo del juguete rabioso, como tantos
otros rengos. Y al sacarme la ropa para dar la clase de natación, ver el dedo
violeta, me dice hola, acá estoy, te acompañé a tantos lugares, te voy a
acompañar a tantos otros, todavía no sé si París vale una misa, pero mi color
bien vale una placa. Por eso a la noche voy al Hospital Naval. La entrada a la
guardia es por la otra puerta. Carnet, DNI, bono, pague en esa ventanilla,
espere. Mi turno. Acá está la orden para la placa. Es arriba. El ascensor no
anda. Tampoco las escaleras mecánicas. Subir de a poco, escalón por escalón.
Sí, acá es rayos. A ver... sentate, poné el pie así, quietooo... bien, ahora
ponelo de costado, así... quietooo. Ya está. Esperame un minuto que quiero ver
cómo salió. Listo, podés bajar. Sí, vas directamente. A ver... acá está.
¿Qué está? La fractura. Ah, ¿fractura de qué? De la falange. ¿Y qué hago? Nada.
¿Cómo nada? Nada. Ponele una cinta. ¿Y qué más? No corras ni juegues al fútbol. Menos mal que me lo aclarás, ya me estaba yendo a jugar un picadito a
medianoche. ¿Y qué más? Nada más, ¿en dónde laburás? En una escuela.
Recreación con chicos. También doy clases de natación. Ajah. La palabra
certificado flota en el aire, será por eso que no mira de frente y con los ojos
clavados en el escritorio me entrega una orden para comprar antiinflamatorios.
¿Y la radiografía? ¿Qué pasa? ¿No me la puedo llevar? La tenemos archivada pero
no la imprimimos. No tengo ganas de discutir. Tiene una cara de pescado, como
si lo hubieran sacado del río con una mediomundo y en lugar de llevarlo a un
restaurante para hacerlo fileteado a la romana lo hubieran dejado tirado en la
guardia de este hospital. No sé si es o se hace el boludo. No importa. Le doy
la mano y me da una mano que parece muerta o anestesiada. Me voy a casa. Tengo
frío, sueño y hambre. Y por más que me bañé al salir de la pileta, todavía
siento el cloro encima. Lo mejor de esa noche, la ducha caliente en casa. Cae
el agua, cae también una llamada, la madre de uno que presiente, que sabe,
mejor no atender. Pero tarde o temprano se entera, qué tipo de fractura es, yo
tengo una amiga que es médica que tiene una lesión parecida -en realidad, más
leve- y le sugirieron que no se traslade mucho, que haga reposo. Sí, bueno,
gracias por los consejos, sí, bueno, basta, yo me sé cuidar solo, ya estoy
grande, sí, ya sé, gracias, chau. Una vez alguien dijo que ser grande es hacer
lo que uno quiere o lo que es mejor para uno... a pesar de que coincida con lo
que dice mamá. Esta vez puede que tenga razón. Me lo dice esa versión machucada
de un Pulgarcito morado que se asoma debajo de la frazada, al final de la cama.
Habrá que volver al Naval, esta vez más decidido, directo al grano. Otra vez,
carnet, DNI, bono, pago, espero, me llaman, hola, sí, ya sé lo que tengo,
fractura, no hace falta la placa, ya me la hicieron, o mejor dicho, sí, quiero
que me la impriman, haceme una orden. Y dame el certificado. Me señala un
cartel: la guardia no otorga licencias. Le explico en qué consiste mi trabajo.
Asiente. Me da una licencia por diez días. Pero me aclara que después me
conviene presentarme en demanda espontánea. Qué nombre, demanda espontánea. Una
guardia que no es una guardia. Es una guardia porque supuestamente te atienden
ahí, en el acto. Y no es una guardia porque tenés que estar a las siete de la
mañana y si llegás tarde perdés el tren. Sacar número, esperar, carnet, bono,
plata... falta la autorización. ¿Qué autorización? De la obra social. No me
dijeron que fuera necesario. Es necesario. ¿Por qué no lo aclararon antes? No
me lo preguntaste. Le pregunté a la persona que atendía acá y me dijo que con
esto que tengo es suficiente. No, no lo es. ¿Y ahora? Como el espantapájaros de
Oliverio, y subo las escaleras arriba... y bajo las escaleras abajo... y nada.
Y a la tercera o cuarta vez la rubia se cansa de verme dando vueltas o se compadece
o no sé por qué baja la guardia y me dice que si el Teniente Torres me
autoriza, me atienden de una. Ahí me doy cuenta de lo que significa estar en el
Hospital Naval. No me dijo el Doctor Torres, sino el Teniente Torres. Voy,
pregunto en planta baja, todavía no llegó. Me siento, menos mal que tengo este
librito de Lemebel, miro de reojo a los milicos que caminan por el pasillo
mientras en las crónicas de Lemebel los culos rosados se tragan las bayonetas,
cómo no reírme, cómo no ver que detrás de los trajes claros ellos también van
con el culo entre las patas, con unas pocas palabras seguramente se les cae la
estantería, se les viene abajo toda la fachada. Bueno, ya debe haber llegado,
cuál será, ese petiso con bigotes que se parece a Franco, no... a ver, ese flaco
con cara de ave de rapiña, tampoco. Y finalmente aparece, sí, yo soy el
Teniente Torres. No, no le puedo firmar nada. Parece ese milico de American
Beauty que se hace el macho pero en el fondo se le hace agua a la boca cuando
ve un choripán... y no por tener hambre. Doblemente un hijo de puta, porque es
un sorete que pretende hacerse el amable, no depende de mí, yo no tengo la
culpa. No es cuestión de culpas, solamente me dijeron que con un papelito
firmado ya está todo resuelto. No, lo siento, no puedo hacerlo. Sí que podés,
hijo de puta, no querés. Detrás de tu voz que intenta ser cálida pero es un
clarinete mal soplado, detrás de esa mirada de lagarto, detrás de esa boca de
serpiente, detrás de los labios finos, tensionados, como los del Coronel Frank
Fitts, detrás de las palabras ordenadas, como la gorra, el peinado y el
uniforme, sos una rata inmunda, ¿acaso estabas acá cuando la trajeron a
Arrostito? Pero ahora es otro tiempo y acá otro lugar. ¿En dónde estoy? ¿En
dónde me metí? Trato de responderme, de ubicarme, tal vez esté en uno de los
pocos hospitales que siguen en pie en donde un energúmeno como ése sigue
teniendo cabida. Por favor, por qué no cae un rayo y revienta este hospital de
mierda. Te tiraría el libro de Lemebel por la cabeza, pero ¿qué culpa tiene Pedro
y su loco afán? Además, este libro es demasiado para una cabeza tan estrecha,
tan cuadrada, tan estúpida que no puede entender que no tiene la última
palabra, a pesar de que el eco de su paso marcial no encuentre respuesta o no
quiera escuchar las preguntas que siempre vuelven, que siempre van a volver.
Otra vez salir, otra vez rodear el Parque Centenario, por acá, por allá,
Rivadavia y otra vez en casa. Llamar por teléfono. Un turno. ¿Tengo todo? Sí,
tengo todo. Nuevamente, carnet, documento, bono. Estoy por entrar, pero no. El
bono está vencido. ¿Cómo que está vencido? Sí, venció en julio. Pero me lo
dieron hace unos meses. ¿Cuántas veces al año tengo que pasar a retirar este papel
de porquería? Lo siento, no podemos atenderte, así lo dispone tu obra social.
Ya es el colmo. ¿Qué es lo que quieren? Y ella me responde con una sinceridad
que da escalofríos, quieren que la gente no se atienda más, que se canse, que
desista. Pero yo no voy a bajar tan fácilmente los brazos. Voy a reponerme, eso
sí. Y después, cuando vuelva a caminar bien, voy a tomar carrera y les voy a
pegar donde más les duela. Y esta vez, sí, voy a salir entero.
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