A cuarenta años de ese discurso,
a cuarenta años de los bombardeos, a cuarenta años del golpe, a cuarenta años
de la noche que entró en la casa de las hermanas Garmendia, como en tantas
otras casas, esa noche que todavía no se ha ido del todo, como queriendo contraponer el peso de su oscuridad al resplandor de la democracia más duradera en Latinoamérica que la antecedió, a cuarenta
septiembres que no logran dar la medida de lo que fue aquel septiembre negro,
¿qué queda, qué es lo que prevalece? La tapa de El Mercurio habla de Siria, del
partido de la roja contra la selección española, del exitoso cierre de esta temporada
de esquí. Habla de muchas cosas, pero lo que más pesa es su omisión. Es
necesario transitar por ese diario para ir descubriendo lo que la primera página
no quería mostrar: no solamente no condena el golpe, sino que lo enaltece.
Palabras textuales de Gonzalo Rojas: "El 11 de septiembre de 1973 es otra
cosa: por primera y única vez en la historia de Chile, se invoca el derecho de
rebelión para deponer al gobierno ilegítimo, inmoral y no representativo del
gran sentir nacional". La vía libre para la tortura y el asesinato es el
derecho de rebelión. Qué será para este periodista el gran sentir nacional, el gran
sentir de su columnista vecino, un demócrata como Orlando Sáenz, que explica
por qué no va a apoyar a Michelle Bachelet pero no dice cómo colaboró con el
golpe de Augusto Pinochet, aunque el informe del Comité Church lo deja bien en
claro. Por la forma en que están distribuidos los artículos del principal
matutino transandino puede hacerse una lectura bastante nítida: debajo de esas
"Opiniones al cabo de 40 años" (que no son otra cosa que un intento
absurdo de justificar mediante la estadística por qué la inseguridad debería
prevalecer en la agenda chilena frente a la política de Derechos Humanos) hay
una advertencia: ojo que ahora los números cierran, cuidado que Chile puede
gloriarse de "su inédito consumo", pero no sabemos hasta cuándo,
dependiendo de las políticas que implemente el próximo gobierno. Y de remate,
una didáctica explicación de por qué hubo que bajar el impuesto a la renta a
las compañías mineras privadas. Qué más decir. Es necesario recordar el pasado,
pero también hay que estar atentos al presente que estos perros rabiosos ladran
y al futuro que auguran. Es necesario también leer a otro Rojas, Miguel Rojas, que
en otro diario -El Mercurio jamás lo habría permitido- hace de su artículo un
lúcido mapa en movimiento, en el que se evidencia no sólo las huellas de los
crímenes en la memoria de las personas, sino el cambio sufrido en las mismas
ciudades, su relevamiento es como una cartografía del crimen, de ese trazo
planificado que establece que el centro de Santiago ha dejado de ser una plaza
para darles lugar a los grandes centros comerciales. Ahora pienso en mis viajes
a Chile con mi familia. El primero fue en 1988. No dejaban pasar a mi
abuelo. Como era ruso le cerraron el paso en la frontera. Vayan, vayan ustedes,
decía, yo me vuelvo solito a casa. Pobre viejo, en lugar de ir a Santiago de
Chile quería volverse a su Santiago del Estero. Finalmente, pasamos todos, pero
ya desde la frontera estábamos avisados que se trataba de otro país, de otra
realidad, de otro presente. Lo noté también por el tono indignado de una mujer
que nos orientó cuando estábamos perdidos. Yo la escuchaba, la quería seguir
escuchando, a pesar de que entendiera poco, a pesar de que mis doce años no pudieran
darle el alcance necesario a sus palabras. Muchos años más tarde las palabras
de otra mujer chilena generaron algo más que un diálogo. Fue en Curitiba.
Estaba en un banco para cambiar dinero, antes la tenían que atender a ella,
pero ni los empleados podían entenderla ni ella comprendía una palabra de
portugués. Me ofrecí como intérprete y me sonrió agradecida. Yo solamente
quería ayudarla a agilizar el trámite, nada más. Entonces ella dejó de
preguntarme qué significaba poupança o caixa, cómo decir esto o cómo pronunciar
aquello, empezó a preguntarme de dónde era, qué hacía, a qué me dedicaba.
Recién arrancaba el año 2002 y las palabras como crisis o corralito rodeaban
inevitablemente el aura de cualquier argentino. Yo no quería hablar del tema,
menos con ella, pero ella seguía avanzando, yo respondía con monosílabos, con
un movimiento de cabeza, tratando de cortarla, pero ella continuaba. Podría haber quedado ahí, que
pensara lo que quisiera, que estaba cambiando los últimos mangos que tenía, que
venía de una ciudad o un país en llamas, que en definitiva seguía siendo mi
país, al que pensaba volver, podría haber terminado ese pequeño cuestionario
inquisitivo con un silencio y ya. Pero no, ella necesitaba dar su veredicto,
por eso dijo que el problema nuestro era que no habíamos terminado bien las
cosas. ¿Qué? Que no han cortao el problema de raíz, po. ¿De qué está hablando?
Que no han hecho el trabajo completo, po. A esta altura sospechaba lo que
estaba por decir, lo había sospechado desde un principio, como el Chapulín,
pero ya no podía seguir haciéndome el estúpido. ¿Qué trabajo? Que no habei aniquilao
a todos los guerrilleros, po, que habei dejao a varios de pie, ¿cachai? Ahí sí
que no pude contenerme y empecé a gritarle y a insultarla y los empleados que
decían antes qué muchacho tan atento y educado que hace de intérprete de tan distinguida
dama no comprendían por qué el muchacho la puteaba a los cuatro vientos
completamente sacado... pero lo que más sacaba de quicio a ese muchacho, lo que
más loco me ponía era que la vieja de mierda seguía diciendo lo mismo con total
parsimonia, manteniendo esa sonrisa y ese tonito condescendiente. De todas
formas, ahora que lo pienso, era esperable ese comentario de aquella mujer. Más
esperable que el de esa parejita de Santiago que conocí en la Isla del Sol el
año pasado, se supone que todos estábamos en la misma, mochileros, hay ciertos
códigos, podemos compartir el pan, el agua, podemos no estar de acuerdo sobre
el origen del pisco, que es peruano, que es chileno, pero hay patrones que se mantienen
en toda Latinoamérica y hasta diría en el mundo entero, un si bemol es un si
bemol acá, allá y en todas partes, los banqueros siempre fueron, son y serán
una manga de estafadores (no hace falta leer a Brecht para llegar a esa
conclusión)... y la yuta siempre reprimió y va a seguir haciéndolo... pero entonces
ellos saltaron aclarando que era verdad, po, menos en Chile, que ahí los
carabineros no reprimen, ¿qué?, que no reprimen, ¿qué te fumaste? ¿cómo que no
reprimen?, no, po, ¿y dónde carajo estabas cuando cagaban a palos a los
estudiantes?, no, que fueron ellos los que han empezao, po, ¿qué? que sí, po,
que ellos los han provocao y los carabineros se han defendido, po, ¿pero de qué
carajo estás hablando? ¿vos te creés todo lo que dice El Mercurio?, no, po, es
la verdad, ¿de qué mierda me estás hablando? ¿quién te mandó a decir esas pelotudeces,
Piñera? Y nuevamente me sacaron, como esa mujer diez años antes, aunque esta
vez entendía menos, porque eran pibes como yo, que hablaban de la unidad
latinoamericana, de los ciclos de democracias y dictaduras, de la sociedad consumista,
de tantas cosas más... que de repente me salían con eso, como si los carabineros
fueran los arcángeles de la Madre Teresa, la puta que los parió, a los
carabineros y a esa parejita de pelotudos jugándola de progres y al mismo
tiempo embanderados en los mismos argumentos que esgrimen energúmenos como
Gonzalo Rojas y Orlando Sáenz. Entonces vuelvo a la misma pregunta del
principio, a cuarenta años, ¿qué es lo que queda, qué prevalece? Busco un
refugio en la memoria, más allá de esa parejita de mochileros, más allá de la
aristocrática mujer del banco de Curitiba, más allá de la frontera en donde
querían retener a mi abuelo. Tal vez para buscar la manera de enfrentar ese
abismo deba situarme en un abismo similar. Y es ahí donde empiezo a encontrar
una respuesta. Porque es en ese centro cultural que alguna vez fue la Escuela
de Mecánica de la Armada donde escucho una voz que sostiene otra mirada. Pedro
Lemebel se presenta, lo antecede su voz, una voz de ultratumba, una voz sin
voz, ya que acaba de ser operado de las cuerdas vocales, y aun así, con tanta
potencia, con tanta profundidad, con tanto caudal. El médico le había avisado
que tal vez no iba a poder hablar, entonces él le dijo que antes de que lo
durmieran con la anestesia quería decir sus últimas palabras, cómo no, asintió
el cirujano, diga, ¡Piñera, la concha de tu madre! Todos nos reímos. Pero Pedro
siguió hablando, a pesar de la operación, siguió y sigue peleando, ya dio
tantas batallas, contra los putos carabineros, contra tantas bayonetas, sin
privarse de escupirle en la cara sus verdades a cualquier funcionario de turno,
siguió y sigue batallando contra tanto más, contra el sida, contra el cáncer y
no deja de reírse hasta de su propia muerte, de su puta muerte, tan
emputecidamente cansada de perder una vez más la pulseada con la loca más
putamente loca de todas, la más genial, que te hace reír como ninguna y al
mismo tiempo te deja las palabras atragantadas, con esa voz en la que confluyen
tantas voces, aunque esté ronca, jamás se va a callar y va a seguir al pie del
cañón retratando con sus crónicas la mejor de las aguafuertes de un Chile que
puede vislumbrarse al raspar de las piedras algo más que el musguito, al rasguñar los muros y contemplar a través de la cámara de Patricio Guzmán un grito tapado por tanta pintura, por tantos años grises, un Chile que reaparece al romper en pedazos las hojas de El Mercurio, al hacer
añicos sus frases, su cuidada sintaxis, sus palabras, como lo hace Catalina
Parra en esa mirada oblicua hacia el monstruo, para no quedar convertida en
piedra, para estar siempre en movimiento y darle otra dimensión a su obra, que
es mucho más que un pastiche de imágenes, palabras y acción, que sostiene el
puño en alto, el mismo puño que sostuvo Víctor Jara, el mismo puño que no pudieron
quebrarle, aunque lo molieran a palos, una y cien veces, el mismo puño que se
levanta con estos estudiantes y que por más armados y preparados que estén los
carabineros va a mantenerse cada vez más arriba, como una pregunta sin
respuesta que resuena y va a seguir resonando, a pesar de que tantos orangutanes vestidos de saco y corbata se tapen los
oídos y los ojos, a pesar de que chillen, pataleen y sigan mirando para otro lado.
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