El partido se estaba poniendo
áspero. Era de esperar algo así. Suele pasar. Volver rengueando a casa. Y al
día siguiente, seguir caminando como el rengo del juguete rabioso, como tantos
otros rengos. Y al sacarme la ropa para dar la clase de natación, ver el dedo
violeta, me dice hola, acá estoy, te acompañé a tantos lugares, te voy a
acompañar a tantos otros, todavía no sé si París vale una misa, pero mi color
bien vale una placa. Por eso a la noche voy al Hospital Naval. La entrada a la
guardia es por la otra puerta. Carnet, DNI, bono, pague en esa ventanilla,
espere. Mi turno. Acá está la orden para la placa. Es arriba. El ascensor no
anda. Tampoco las escaleras mecánicas. Subir de a poco, escalón por escalón.
Sí, acá es rayos. A ver... sentate, poné el pie así, quietooo... bien, ahora
ponelo de costado, así... quietooo. Ya está. Esperame un minuto que quiero ver
cómo salió. Listo, podés bajar. Sí, vas directamente. A ver... acá está.
¿Qué está? La fractura. Ah, ¿fractura de qué? De la falange. ¿Y qué hago? Nada.
¿Cómo nada? Nada. Ponele una cinta. ¿Y qué más? No corras ni juegues al fútbol. Menos mal que me lo aclarás, ya me estaba yendo a jugar un picadito a
medianoche. ¿Y qué más? Nada más, ¿en dónde laburás? En una escuela.
Recreación con chicos. También doy clases de natación. Ajah. La palabra
certificado flota en el aire, será por eso que no mira de frente y con los ojos
clavados en el escritorio me entrega una orden para comprar antiinflamatorios.
¿Y la radiografía? ¿Qué pasa? ¿No me la puedo llevar? La tenemos archivada pero
no la imprimimos. No tengo ganas de discutir. Tiene una cara de pescado, como
si lo hubieran sacado del río con una mediomundo y en lugar de llevarlo a un
restaurante para hacerlo fileteado a la romana lo hubieran dejado tirado en la
guardia de este hospital. No sé si es o se hace el boludo. No importa. Le doy
la mano y me da una mano que parece muerta o anestesiada. Me voy a casa. Tengo
frío, sueño y hambre. Y por más que me bañé al salir de la pileta, todavía
siento el cloro encima. Lo mejor de esa noche, la ducha caliente en casa. Cae
el agua, cae también una llamada, la madre de uno que presiente, que sabe,
mejor no atender. Pero tarde o temprano se entera, qué tipo de fractura es, yo
tengo una amiga que es médica que tiene una lesión parecida -en realidad, más
leve- y le sugirieron que no se traslade mucho, que haga reposo. Sí, bueno,
gracias por los consejos, sí, bueno, basta, yo me sé cuidar solo, ya estoy
grande, sí, ya sé, gracias, chau. Una vez alguien dijo que ser grande es hacer
lo que uno quiere o lo que es mejor para uno... a pesar de que coincida con lo
que dice mamá. Esta vez puede que tenga razón. Me lo dice esa versión machucada
de un Pulgarcito morado que se asoma debajo de la frazada, al final de la cama.
Habrá que volver al Naval, esta vez más decidido, directo al grano. Otra vez,
carnet, DNI, bono, pago, espero, me llaman, hola, sí, ya sé lo que tengo,
fractura, no hace falta la placa, ya me la hicieron, o mejor dicho, sí, quiero
que me la impriman, haceme una orden. Y dame el certificado. Me señala un
cartel: la guardia no otorga licencias. Le explico en qué consiste mi trabajo.
Asiente. Me da una licencia por diez días. Pero me aclara que después me
conviene presentarme en demanda espontánea. Qué nombre, demanda espontánea. Una
guardia que no es una guardia. Es una guardia porque supuestamente te atienden
ahí, en el acto. Y no es una guardia porque tenés que estar a las siete de la
mañana y si llegás tarde perdés el tren. Sacar número, esperar, carnet, bono,
plata... falta la autorización. ¿Qué autorización? De la obra social. No me
dijeron que fuera necesario. Es necesario. ¿Por qué no lo aclararon antes? No
me lo preguntaste. Le pregunté a la persona que atendía acá y me dijo que con
esto que tengo es suficiente. No, no lo es. ¿Y ahora? Como el espantapájaros de
Oliverio, y subo las escaleras arriba... y bajo las escaleras abajo... y nada.
Y a la tercera o cuarta vez la rubia se cansa de verme dando vueltas o se compadece
o no sé por qué baja la guardia y me dice que si el Teniente Torres me
autoriza, me atienden de una. Ahí me doy cuenta de lo que significa estar en el
Hospital Naval. No me dijo el Doctor Torres, sino el Teniente Torres. Voy,
pregunto en planta baja, todavía no llegó. Me siento, menos mal que tengo este
librito de Lemebel, miro de reojo a los milicos que caminan por el pasillo
mientras en las crónicas de Lemebel los culos rosados se tragan las bayonetas,
cómo no reírme, cómo no ver que detrás de los trajes claros ellos también van
con el culo entre las patas, con unas pocas palabras seguramente se les cae la
estantería, se les viene abajo toda la fachada. Bueno, ya debe haber llegado,
cuál será, ese petiso con bigotes que se parece a Franco, no... a ver, ese flaco
con cara de ave de rapiña, tampoco. Y finalmente aparece, sí, yo soy el
Teniente Torres. No, no le puedo firmar nada. Parece ese milico de American
Beauty que se hace el macho pero en el fondo se le hace agua a la boca cuando
ve un choripán... y no por tener hambre. Doblemente un hijo de puta, porque es
un sorete que pretende hacerse el amable, no depende de mí, yo no tengo la
culpa. No es cuestión de culpas, solamente me dijeron que con un papelito
firmado ya está todo resuelto. No, lo siento, no puedo hacerlo. Sí que podés,
hijo de puta, no querés. Detrás de tu voz que intenta ser cálida pero es un
clarinete mal soplado, detrás de esa mirada de lagarto, detrás de esa boca de
serpiente, detrás de los labios finos, tensionados, como los del Coronel Frank
Fitts, detrás de las palabras ordenadas, como la gorra, el peinado y el
uniforme, sos una rata inmunda, ¿acaso estabas acá cuando la trajeron a
Arrostito? Pero ahora es otro tiempo y acá otro lugar. ¿En dónde estoy? ¿En
dónde me metí? Trato de responderme, de ubicarme, tal vez esté en uno de los
pocos hospitales que siguen en pie en donde un energúmeno como ése sigue
teniendo cabida. Por favor, por qué no cae un rayo y revienta este hospital de
mierda. Te tiraría el libro de Lemebel por la cabeza, pero ¿qué culpa tiene Pedro
y su loco afán? Además, este libro es demasiado para una cabeza tan estrecha,
tan cuadrada, tan estúpida que no puede entender que no tiene la última
palabra, a pesar de que el eco de su paso marcial no encuentre respuesta o no
quiera escuchar las preguntas que siempre vuelven, que siempre van a volver.
Otra vez salir, otra vez rodear el Parque Centenario, por acá, por allá,
Rivadavia y otra vez en casa. Llamar por teléfono. Un turno. ¿Tengo todo? Sí,
tengo todo. Nuevamente, carnet, documento, bono. Estoy por entrar, pero no. El
bono está vencido. ¿Cómo que está vencido? Sí, venció en julio. Pero me lo
dieron hace unos meses. ¿Cuántas veces al año tengo que pasar a retirar este papel
de porquería? Lo siento, no podemos atenderte, así lo dispone tu obra social.
Ya es el colmo. ¿Qué es lo que quieren? Y ella me responde con una sinceridad
que da escalofríos, quieren que la gente no se atienda más, que se canse, que
desista. Pero yo no voy a bajar tan fácilmente los brazos. Voy a reponerme, eso
sí. Y después, cuando vuelva a caminar bien, voy a tomar carrera y les voy a
pegar donde más les duela. Y esta vez, sí, voy a salir entero.
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