miércoles, 23 de diciembre de 2020

El sueño de otro

Mejor llevar ahora los platos con los restos de comida, así no queda pegoteada. ¿Los cuatro platos son míos? Dos tienen restos de frutas, los otros migas de una tarta. ¿En dónde tiro la basura? Me señalan un tacho enorme para los restos de frutas. Podría hacer lo mismo en mi casa. ¿No es esa mi casa? No, demasiado grande, los techos muy altos, altísimos, escaleras, aulas, habitaciones, parece un monasterio. Trato de pasar por desapercibido cuando tiro los restos de fruta, pero no puedo evitar hacer ruido, las alumnas dejan de prestar atención a la clase y me miran. Me dicen algo que no alcanzo a escuchar.

Dejo el aula y voy de un lado a otro llevando cosas. Es raro ese lugar, tiene aulas tan amplias y escaleras tan estrechas por las que mi cuerpo apenas puede pasar. Y subo las escaleras arriba y bajo las escaleras abajo. Pareciera que esas escaleras fueran de un caracol vivo, que las estrecha cada vez que subo y bajo para fastidiarme. Mi cuerpo también va cambiando, se vuelve más torpe, más frágil, menos resistente, me canso de subir y bajar, pero sigo llevando cosas, refunfuñando, maldiciendo. Ni siquiera mis palabras me pertenecen, digo Ay, Dios, me quejo como si fuera un viejo bibliotecario de una abadía medieval. Mascullo las palabras, son como una masa informe que tengo en la boca y voy escupiendo cada tanto.

Al subir una escalera estrechísima que me deja sin aliento llego a un aula en donde hay alumnas analizando oraciones sintácticamente. Una de ellas me pregunta si no tengo esas oraciones analizadas. Sí, alguna vez lo hice, en algún lugar deben estar esos papeles. Por favor, nos serviría mucho, ¿nos pasás tus apuntes? Sí, claro. Y bajo las escaleras abajo y subo las escaleras arriba. No sé si eran esos los apuntes, no sé si se entiende mi letra, si les vienen bien esos garabatos. No sé si es una materia de la secundaria que aprobé o todavía debo. No sé si terminé la primaria. No sé qué hago ahí. No sé tampoco por qué no me lo pregunto. Pero yo ya no soy yo ni mi casa es ya mi casa. Y si yo soy otro, entonces no tendría por qué preguntarme por qué ese otro que soy yo no es este yo que vendría a ser también un otro que estuvo habitando la casa de otro, el cuerpo de otro, las palabras de otro y el sueño de otro. Y ahora, al despertar, sentir la agitación por haber subido y bajado esas escaleras tan reales como ese cuerpo, como esa abadía, como ese sueño tan ajeno y tan mío a la vez.

domingo, 8 de noviembre de 2020

Víctor y Víctor

Pensaba en el nombre de este blog, en busca de mis pasos. Pasos de viajes, de sueños, de pesadillas. Pasos por mi barrio, por Latinoamérica, por otros tiempos y espacios habitados. Pasos que se repiten y a la vez nunca son los mismos, aunque atraviesen el mismo río, que tampoco es el mismo. En estas repeticiones y variantes, siempre hay una primera vez, aunque cada vez estemos renovando algo, un modo de ver o de caminar.

Recuerdo la primera vez que fui a la ESMA. No era la ex-ESMA o la EXMA, como suelen decirle. Era todavía la Escuela de Mecánica de la Armada y tenía que rendir ahí el examen para el Instructorado de Natación. Cuando me tiré a la pileta, el agua estaba demasiado espesa, tenía la sensación de estar nadando en un caldo.

Pasaron varios años cuando volví, esta vez no para rendir un examen de los cuatro estilos, sino para presenciar una charla en la que se hablaba de literatura y dictadura. Me quedó flotando una pregunta que hizo alguien del público: ¿se puede hacer humor con el horror? Cuando terminó la charla, empezó a anochecer y recorrí ese lugar recientemente reapropiado. Había algo que todavía me parecía espeso ahí, tal vez el aire en algunos rincones.

Años más tarde volví un 24 de marzo. Ahí sí sentí que el lugar era otro, había mucha gente, de todas las edades, tanto para ver, para recorrer, para escuchar, los libros vivientes, las fotos, ese espacio ya había sido reapropiado, ya podía transitarse de otra manera.

Unos meses después, una amiga me invitó a una visita guiada un sábado por la mañana. Víctor Basterra estaba a cargo. Nos llevó por cada lugar en donde había estado secuestrado. Al llegar a Capucha, nos contó que un compañero decía a cada rato “¡Ay, Dios!” y que otro le respondió: “Sí, hay Dios, pero poquito... y acá no nos sirve ni mierda.” Nos empezamos a reír. Creo que Víctor respondió en ese momento a aquella pregunta que me había quedado flotando, sí, se puede hacer humor con el horror. De hecho, una manera de encarar a aquella cabeza de Medusa sin quedar petrificado es con ese gesto de Víctor. Me acuerdo del alivio que sentí después de reírme junto a él, el aire podía respirarse un poco más y el piso se hacía más transitable. Tantas, tantísimas veces Víctor habrá hecho ese recorrido con tantas personas, habitando este presente y disputando aquel pasado en cada paso, en cada relato, en cada foto guardada y luego exhibida. Lo mantuvieron en cautiverio tantos años, hasta en su propia casa, como dándole a entender que no había límites para su prisión ni en el tiempo ni en el espacio. Pero todo vuelve, dicen. Y cuando Víctor se liberó, lo primero que hizo fue volver. Una y otra vez, volvió. Con su cuerpo, con sus fotos y con su voz. Volvió a caminar, volvió a hablar, para que el cautiverio de su recuerdo se transformara en la cárcel de sus captores. Y nadie pudo detenerlo. Y ahora sus palabras caminan por el mapa mental que desplegamos de aquel lugar. Víctor sigue caminando, narrando, mostrando sus fotos, haciendo el aire más respirable. Víctor sigue estando presente. En cada paso, en cada foto, en cada relato. Presente. Como aquel otro Víctor, al que creyeron que harían callar, quebrándole las manos, acribillándolo. Pero aun así, su guitarra sigue resonando más allá de la cordillera, en un país que reescribe su historia, su presente y su futuro. Víctor Jara y Víctor Basterra regresan de tanto encierro, de tanta tortura, de tanta muerte. Regresan tomándole el pulso a esta primavera, ofreciéndose como memoria, como imagen, como canción, como relato de una lucha que todavía continúa.

sábado, 31 de octubre de 2020

En calzoncillos

Es temprano y hace frío. Me bajo del auto. Algunos chicos van entrando al colegio. Algunos docentes también. La directora se acerca a mí, pero en ningún momento me dirige la mirada. Yo la encaro frontalmente, esperando la conexión visual que nunca llega. Sin embargo, sé que me registra. En ese gesto de acercarse y no mirarme hay un rechazo y a la vez una necesidad de hablar. Me alivia que el protocolo no permita ningún tipo de contacto, no quiero que me abrace, que me dé un beso de bienvenida, no quiero que me toque. Igual, más allá de la normativa por la pandemia, no tiene ese gesto de quien se contiene para no abrazar al otro, más bien todo lo contrario, está mucho más dura de lo que ya es, probablemente se haya ido endureciendo con lo que pasó estos últimos días. Dicho sea de paso, no me arrepiento de nada. No me arrepiento de haber dejado en evidencia hasta qué punto ella, que pretende ser la reina del cuidado y la contención, no es sino una cínica y una manipuladora. Hasta qué punto no le importa la enseñanza ni la salud. Todo sea por la foto.

Finalmente se decide a hablarme. No me dice hola, cómo estás, dispara directamente sus dardos. Mejor. La próxima vez, dice mirando un punto lejano en el cielo, escribime a mí, mandame un whatsapp o llamame antes de armar ese escándalo frente a todos. Sonrío. Claro, lo que más le molesta es haber quedado expuesta, que se sepa cuál es su juego abiertamente. Yo no armo escándalos, le contesto, yo comunico por el canal que corresponde, no es algo personal, está en juego la salud de todos. No quiero que me llames vos ni que tus emisarias manden un audio un domingo por la tarde para explicar por qué no mandaron todavía los datos de la ART, no quiero que des vueltas alrededor mío como la serpiente de El libro de la selva, esta vez no vas a poder hipnotizarme porque ni siquiera podés mirarme a los ojos. No podés agarrarme de la mano con un gesto pretendidamente tierno y firme, llevarme a tu despacho en penumbras y ofrecerme la mitad de tu almuerzo: unas miserables galletitas tan secas como tu expresión adusta. No podés porque yo guardo mi distancia y vos estás demasiado lejos con la mirada.

Un ruido la hace bajar a tierra, un pelotazo contra la pared de la escuela. Unos chicos están jugando al paredón. No, no son alumnos. Cada pelotazo deja una nueva marca en la pared recién pintada. Cada pelotazo la tensiona más. Se acerca a ellos como una oficial de la Gestapo. No le dan mucha bola, la escuchan unos segundos y después siguen pateando, dejando en claro cuánto valen sus amenazas o su poder de persuasión para ellos. Primero patean suave, pero después vuelven a los pelotazos. La pelota llega a mis pies y la pateo hacia donde ellos están. Me agradecen y siguen jugando. Tal vez la directora lo tome como un gesto de complicidad. Que piense lo que quiera, me agrada mucho más el sonido de esos pelotazos que su voz y todo lo que tenga que decirme.

Sigo parado frente a ella esperando que dispare algo más, pero se queda callada. Entonces empiezo a sentir frío en mis piernas. Miro mis pies y me doy cuenta de que estoy en remera y calzoncillos. Yo no debería estar ahí. Mis alumnos no están en la escuela y no tendrían que ser convocados. Además, ya hicimos la actividad recreativa por Google Meet. Pero ella es capaz de convocarlos igual, contándoles a los padres lo ansioso que estoy por entrar al colegio con sus hijos para hacer miles de actividades. Si bien no me mira, seguramente se da cuenta de que estoy en calzoncillos. Pero no se inmuta, sigue en pie junto a mí dando a entender que el diálogo todavía no está concluido.

Me acuerdo de ese sueño que tuve a los cuatro años: al entrar al jardín de infantes me daba cuenta de que estaba desnudo de la cintura para abajo, trataba de bajar mi delantal a cuadritos azules para taparme pero no podía, era muy corto y en algún momento mi maestra o mis compañeros se iban a dar cuenta de que estaba con el pito al aire. Esta vez estoy en calzoncillos, pero la directora es consciente de ello y probablemente se quede parada sosteniendo ese diálogo mudo porque sabe que me cuesta retirarme y volver a mi casa, porque en ese gesto de controlar que hagan las cosas bien me estoy exponiendo, me estoy enfriando, me estoy debilitando. Ella lo sabe y apuesta a eso, su manera de sacarse de encima ese obstáculo que represento es mantenerme frente a ella semidesnudo, para que luego me retire enfermo y así pueda seguir tejiendo tranquilamente esta trama perversa que pretende llamar educación.

domingo, 25 de octubre de 2020

Paréntesis

Salto de casi dos meses, de aquella partida en barco a esta llegada en bicicleta, de aquel cuerpo soñado a este cuerpo real. Tantos meses sin pasar por la Biblioteca Nacional, sin cruzar Las Heras, Libertador, Alcorta, los árboles, el pasto, el cielo más abierto... aunque esta vez no tanto, las nubes se están cargando y anuncian lluvia para la tarde. Pero todavía es temprano, mamá descubre el ceibo, la alfombra roja bajo nuestros pies. La flor nacional, dice. Sí, me lo dijo la maestra de quinto grado, aclarando que se escribe tanto con “c” como con “s”. Siguiendo en clave roja aparece un cardenal, va de una flor a otra, rojo con rojo, de una rama a otra, nos mira, apunta el cielo con el pico y se va. Mamá se emociona, el pájaro favorito del abuelo Marcos. Estoy un poco cansada, me dice, podemos sentarnos en este banco, acá no hay nadie. Cierto, en mi sueño no se cansaba, podía dar un salto de ballet y decirme que estaba todo bien, pero acá es el cansancio real de su cuerpo el que está hablando. Nos sentamos. El banco está frío y a los cinco minutos seguimos caminando sobre nuestros pasos. A un costado vemos un tordo negro. Otro pájaro que le gustaba al abuelo Marcos. Decía que yo era un tordo. Él era rubio de ojos claros, como mis tías y mis primos. Yo morocho, de ojos marrones y piel morena, como mamá.

De ese paseo por recuerdos familiares en medio de árboles, flores y pájaros, vamos volviendo a la ciudad, al barrio, al presente de bocinas y gente. Por eso propongo un camino alternativo, por Bollini. Mamá se sorprende al entrar al pasaje, es otro paréntesis en medio de la gran ciudad, solo que este paréntesis no es de pasto, sino de adoquines. Le gusta, porque también sigue la tónica de transitar otro tiempo. Y camina por el medio de la calle, quiere sentir los adoquines bajo sus pies. Escucho un auto que viene, yo no quiero sentirte a vos bajo las cuatro ruedas, mejor subí a la vereda. Pasamos por La Dama de Bollini, por otras casonas viejas. De una cuelgan varias flores. Miro un balcón que está a la derecha y cuando vuelvo a mirar a mamá me doy cuenta de que tiene un par de flores en la mano. El mismo gesto de Tati afanando flores. No sé quién copia a quien, si la nieta a la abuela o la abuela a su nieta. Me río para adentro. Estamos a metros de salir del pasaje y como si hiciera falta dejar en claro que el ensueño se está por cortar y vamos a volver a la cruda realidad, el sonido de un impacto nos sobresalta. Después vienen las puteadas. Al llegar a la esquina vemos a una mujer que tiene una bicicleta (o lo que queda de ella) increpando a otra que se baja del auto. La rueda delantera parece la cinta de Moebius. La ciclista le dice de todo y tiene razón. La otra le dice no pasa nada, mi seguro te va a pagar todo. ¿Si me sacabas una pierna también me la iba a dar tu seguro? Mamá mira desde la vereda de enfrente y cuando ve que quiero cruzar me dice qué hacés. No te preocupes, ya vengo. Justo pasa un patrullero, pero sigue de largo. Mejor. Cruzo y le pregunto a la ciclista si está bien. Me dice que sí, me agradece, le pide disculpas a la mujer que manejaba por las puteadas, ambas se empiezan a entender en otro tono, cruzo y vuelvo con mamá. Justo hablábamos de cómo está la gente en la calle antes de ese paréntesis del choque. O tal vez el paréntesis haya sido lo anterior, la caminata por los adoquines del Pasaje Bollini y por el verde de Palermo.

domingo, 30 de agosto de 2020

El salto de mamá

Estamos caminando mamá, Denise y yo. Hace un poco de frío. Si bien tengo short, creo que en algún bolso hay abrigos. No me queda claro si el barco va a pasar por lugares cálidos o fríos. ¿Será suficiente el abrigo que llevo? Mamá nos acompaña hasta el barco. Cuando estamos entrando Denise empieza a tocar la flauta. Tiene una barroca parecida a la mía. Le digo que tal vez no es buena idea tocar justo ahí, en ese momento. Mamá nos dice que está orgullosa de nosotros, que tomamos decisiones diferentes a las que ella habría esperado, que está bien. Le pregunto si va a viajar con nosotros, porque se escucha la sirena del barco. Me dice que no. La acompaño a la salida, pero el barco ya se está despegando lentamente del muelle. El personal se da cuenta de que mamá trata de salir y la ayuda. Yo también le doy una mano para que no se caiga. Por momentos parece fácil salir, por momentos no tanto. Se sienten las olas, la plataforma que se acerca y se aleja. Dos marineros la ayudan a dar un salto que se prolonga unos segundos en el aire. Me preocupa la caída, que no se haya lastimado los tobillos. Me mira como diciendo está todo bien, pero no sé si en verdad está todo bien. Nos vamos alejando y habría preferido que nos despidiéramos de otra manera, sin tanto sobresalto.

jueves, 27 de agosto de 2020

Salute

Estoy en una clase con Mogui. Sospecho que es un sueño, pero mi conciencia del tiempo me hace dudar. No tengo diez años, sino mi edad actual. Dicen que el alumno supera al maestro, pero este no es el caso, Mogui se supera a sí mismo cada vez que toca y yo me siento un poco torpe. El tiempo parece haber pasado para mí, pero no para él. Lo escucho con su sopranino. Le pregunto si es muy difícil tocarla. Me dice que no. Me cuenta que mucha gente hace la analogía entre la sopranino y el pito, típico lugar común que ya lo tiene cansado. Una vez quiso hacer un chiste en un espectáculo. Después de cerrar una canción haciendo un efecto en el que su sopranino se asemejaba a un bicho extraño, se sacó el saco, lo cual dio pie a que el pianista se fuera de mambo con la humorada y empezó a sacarse toda la ropa. Fue demasiado. Por eso prefiere más música y menos show.

Me propone un juego, que lo siga mientras toca, que dialogue con él. Se va alejando y me cuesta escucharlo, los sonidos son cada vez más graves y lejanos. Trato de tocar algo en consonancia, por momentos sale algo ameno, por momentos no. Se supone que Mogui va a volver a acercarse en algún momento. Pero el que aparece es mi tío Herman. Siento como si hubiera hecho a medias la tarea: estoy a mitad de camino entre la melodía que tocaba Mogui, un párrafo de un libro y un diálogo de una película. Las tres cosas andan dando vueltas por mi cabeza y no me decido por ninguna. La melodía cada vez resuena más lejana. Ese libro tiene adentro un mapa que tiene una trampa. Quiero mostrarle ese mapa a mi tío, doy vuelta las hojas y el mapa no aparece. Sé que estaba ahí, pero ahora no lo encuentro. Es aquel mapa del que hablaba Borges, que termina teniendo la misma extensión del lugar que representa. No, no puedo encontrarlo plegado en ese libro. Tampoco puedo encontrar las palabras para explicarle a mi tío por qué ese mapa es diferente a los demás. Pero él ya lo sabe y no hace falta explicárselo. De fondo resuena nuevamente la película. Uno de los personajes está borracho, su voz resuena gangosa y estridente. Le pregunto si bajo el volumen o apago el aparato. Me dice que no, se ríe de lo que dice el borracho. Justo aparece mi viejo con una petaca en la mano. Lo miro extrañado, él no suele tomar mucho. Supongo que la petaca es una excusa para acercarse y brindar con nosotros. ¿Por qué no? Creo que mi tío lleva varios años muerto, pero eso no es motivo para que no brindemos. Mi viejo agarra su petaca, mi tío levanta una botella de sidra, yo una de whisky y brindamos. Salute. Salute.

lunes, 24 de agosto de 2020

El golem

Recreación con primer grado por Google Meet.

-Veo veo.

-¿Qué ves?

-Una cosa.

-¿Qué cosa?

-Maravillosa.

-¿De qué color?

-Blanco.

-¿Mis paredes?

-No.

-¿Tu techo?

-No.

-¿Un libro de la biblioteca de Demian?

-No.

-¿Las letras de nuestros nombres que están en la pantalla?

-No.

-¿Nos das una pista?

-Empieza con “g”.

-¿Tu gato?

-No.

-¿Tu guitarra?

-No.

-Nos damos por vencidos, ¿qué era?

-El golem.

-¿Cuál golem?

-El golem de Minecraft, ¿lo ven?

-¿Ese muñeco es el golem?

-Sí.

-¿Y qué es un golem?

-Es un monstruo creado para defenderte.

Paren las rotativas, el mejor homenaje a Borges lo hizo recién un nene de seis años jugando al veo veo (seguramente lo hizo sin saberlo, pero cómo negar que los homenajes involuntarios suelen ser los más auténticos).

jueves, 2 de abril de 2020

El equilibrista


Madrugada del dos de abril. Estoy por apagar la computadora cuando se me ocurre una actividad recreativa para los chicos basada en un cuento. Me gusta el título: el dictador burlado. Escribo las primeras líneas del cuento y la propuesta central de la actividad. Se me cierran los ojos. Cuando me levante sigo escribiendo y subo la propuesta al drive. Me aparece un aviso: el yanqui de chess.com hizo su jugada. Movió el rey. En otro momento haré mi jugada. Tengo una semana para responder. Miro de reojo el tablero en el que está esa partida. Probablemente avance el peón. Ya veré. Apago la computadora y me voy a la cama.
Tal vez el ajedrez haya convocado al tío Herman, porque otra vez aparece. No estamos jugando en ese tablero, como tantas tardes. Yo estoy en un cuarto y él en otro, frente a un grupo de hombres que parecen empresarios. Sale del cuarto, va a un pasillo cercano a unas escaleras que conducen a una gran galería y les explica cómo hacer un conducto. Para ello se sube a un pasamanos y empieza a caminar encima. Yo me inquieto, se puede caer. Él sigue explicando y caminando por el pasamanos como un equilibrista. Pero cuando me ve abajo, pendiente de sus pasos más que de su explicación, se desconcentra. Da un paso en falso y cae. Alcanzo a atraparlo. Pensaba que iba a pesar mucho más, que su caída nos iba a tirar a los dos, pero no, en mis sueños la gente suele ser liviana, lo atajo sin problemas. Me pregunto si estará bien, si no se lastimó a pesar de que lograra atraparlo. Parece aturdido. O preocupado. Su cara de preocupación, me voy dando cuenta después, es porque su explicación ante los empresarios quedó opacada por su caída. Qué habría pasado si yo no me hubiera acercado. No lo sé. Tal vez fue mi cercanía, mi desconfianza y mi mirada las que lo hicieron trastabillar. Acaso si lo hubiera dejado solo, sin extenderle los brazos, podría haber caminando por el pasamanos como un equilibrista de circo que hace su número sin red.

miércoles, 1 de abril de 2020

La sonrisa del tío Herman


Después de tantos días de sol, de este prolongado verano, era de esperarse una mañana lluviosa. Levantar los ojos para comprobar que ese sonido constante es agua que cae. Y volver al sueño. No hay nada mejor que hacer estos días. Despertar al mediodía, despertar a medias. Subir la persiana y comprobar que la lluvia ya se fue con el sueño. ¿Qué queda del agua? Algunas gotas en mis plantas y el libro de Zurita. Me sumerjo en sus ciudades de agua, en sus siete sueños para Kurosawa. Y ahí regreso a mi propio sueño. Zurita recupera el encuentro con su padre o su despedida. Y yo vuelvo a tener en frente a mi tío Herman con una sonrisa que le ilumina la cara, acaso como un reencuentro o como la despedida que no pude tener. Sonríe, ya no me recrimina que no lo visite tan seguido o que no invierta más tiempo en sus inventos. Sonríe y me fascino viéndolo tan vivo sabiéndolo muerto. No quiero que la ilusión se termine. Sé que en cualquier momento todo se va a esfumar, pero me alegra verlo parado sonriendo, como si nada pudiera afectarlo, ni siquiera esta pandemia que se está llevando a tantos viejos.

jueves, 19 de marzo de 2020

Bolivia


Ahora que recomiendan quedarse en casa, haciendo turismo de la cama al living, tengo que confesar que recién vengo de viaje. Un viaje un tanto extraño, a decir verdad. Me subí a un colectivo sin saber muy bien a dónde iba. Quería comer algo. Tres flacos que estaban sentados en el fondo me sugirieron ir a lo de Johnny. Me conocían y suponían que yo sabía dónde era eso. Ah, sí, lo de Johnny, dije yo. Ahí se come bien y barato. Y está cerca de casa. Pero si está cerca, ¿para qué me subí al bondi? ¿Me estoy acercando o alejando? Creo que no pagué el boleto, así que mejor me bajo. Pensaba que estaba a unas cuadras de lo de Johnny. Era como si una parte mía dijera ahorita llegas, pero otra parte reconociera que estaba en otro lugar, que ese ahorita podría demorar horas. De hecho, no estaba muy seguro de si estaba en Argentina o en Bolivia. Ese lugar era extraño y familiar a la vez. Le pregunté a una mujer y no sabía. Pero no me respondió como alguien que no sabe dónde está, sino como si yo fuera el desubicado, como si le preguntara a alguien que sale de trabajar en El Alto de La Paz cómo llegar a Nazca y Rivadavia. Le pregunté a otra y la misma respuesta, la misma sensación. No sabía qué hacer ahí, a dónde ir, a quién preguntarle. Y apareció un viejo con una motoneta del año del Ñaupa que se ofreció a llevarme. Me subí atrás y arrancó. Yo me agarraba como podía, en algunas curvas parecía que iba a morder el asfalto, pero después recuperaba el equilibrio. De a poco fui reconociendo la zona, las casas, las calles tranquilas y arboladas de Núñez y Vicente López. Me invadió una tranquilidad con sabor a decepción. Llegamos. No a mi barrio, pero al menos a un lugar reconocible. El que no estaba reconocible era el viejo, que ya no era un viejo, sino un tipo de mi edad, tal vez más joven. Y lo que llevaba no era una moto, sino una bici. Le pedí disculpas por no haberme ofrecido a pedalear, le aclaré que pensaba que era una moto. Como para dejarme libre de culpas, me dijo que esperaba que en algún momento le propusiera intercambiar, pero no me iba a dejar, era su bici y solo él la manejaba. Fuimos a recorrer esa casa quinta. Había mucha gente, algunos en la pileta, aunque no hacía tanto calor para meterse. Me reencontré con un par de amigos. Había un clima festivo, pero yo no me hallaba ahí. Tal vez prefiriera estar en un lugar más incierto como al principio. Una chica me preguntaba si tenía el carnet de PADI y el certificado de aguas abiertas, si había bajado más de veinte metros. Pero no, no quería hablar de experiencias de buceo por el Caribe, sino transitar esa duda reciente de si estaba en el Altiplano o en algún pasaje de Flores.

La fiesta habrá seguido, pero yo cerré el telón. Después de revisitar el sueño en la ducha y frente a la computadora me puse a recorrer este blog. Meses sin mirarlo, tal vez más de un año. Y sin escribir. Y ahora este sueño, que viene con una mezcla del gusto a Bolivia y algo de los aires de mi barrio. Será que todavía queda algo de Bolivia en mí. Será que algo de mí todavía sigue en Bolivia.