miércoles, 25 de diciembre de 2013

Concepción sin estrella

¿Por qué vine a Concepción? No lo sé. Es extraño que en una ciudad con ese nombre la navidad pase por desapercibida. O al menos para mí, es como si nada hubiera pasado. En Santiago sentí cierta tensión en algunos lugares, por ejemplo en el Palacio de la Moneda, donde unos perros me ladraban delante de un carabinero, acaso más rabioso que esos mugrientos animales. Pero en Concepción, cuna del MIR, no pude encontrar los ecos de esas voces, no alcancé a dar con las huellas de aquellos pasos. Tampoco, volviendo al presente, estaban los ruidos previsibles por los festejos navideños. Nada. Las calles vacías, mudas. Como si una gran boca se hubiera devorado todo rastro de civilización o incluso de barbarie. No había nada. Ni gritos de alegría ni gritos de terror. Ni ruidos de vidrios rotos ni la estridencia de los petardos. Como si una gran noche ausente se hubiera tragado todo, la voz y el cuerpo, el sonido y la furia. Ni siquiera pude dar con los pasos de aquella estrella distante de Bolaño. ¿En dónde estaban los talleres de Juan Stein y de Diego Soto? ¿A qué edificio pertenecía la habitación sangrante de la que Bibiano no podía escaparse ni en sus recuerdos? ¿En dónde hay algún rastro, poema o detalle mínimo que remita a las hermanas Garmendia? Nada. Como si quedaran menos que palabras. Solo viento y silencio. Como si aquella novela hubiera sido escrita en el aire y todo hubiera quedado diluido por la invisible brisa del ahora.

martes, 26 de noviembre de 2013

Fuera de lugar



Fin del fin de semana largo. ¿Por qué no venís con nosotros a Pinamar? Porque quiero descansar –además del trabajo- de mi familia. Mi familia era muy amiga de aquella otra familia. Ellos eran tan amables, tan correctos. Él era un padre ejemplar, comprensivo, reflexivo, observador. Eran tan observador que no dejó escapar ese Fiat 600 que andaba dando vueltas por aquella Pinamar del 87. ¿Qué hacen esos tipos acá con ese auto?, preguntó el padre ejemplar. Seguramente no vienen de veraneo. Un buen padre no es solamente quien provee, como dijo alguna vez Gus al aturdido Walt. Un padre también protege. Y la observación de aquel padre apuntaba a eso, sentía que de alguna manera su familia peligraba con esa manga de indeseables, dando vueltas quién sabe con qué finalidad, como una pieza que no cuadraba en ese rompecabezas de casas en donde se hablaba de CR o de cómo el trazado de los caminos asfaltados había respetado la ondulación de las dunas. Todavía escucho el comentario de aquel padre ejemplar y sus palabras tienen una resonancia que se acerca al tono de la Ocampo cuando hablaba del aluvión zoológico. ¿Qué vienen a hacer esos tipos acá? La misma pregunta repetida tantas veces. No es casual que gracias a aquel padre de familia yo conseguí trabajo en esta escuela tan exclusiva. Y es en esta mismísima escuela en donde me preguntan qué me propongo al traer a esos tipos. Sí, esos tipos que lo único que saben es tocar el bombo y comer choripanes. Como si la misma pregunta se sostuviera en el tiempo a través de diferentes voces. Y nuevamente mis padres me preguntan si no quiero ir a Pinamar. Y la verdad que no. Tal vez no solamente porque quiero descansar, sino porque yo también soy como esos negros del Fiat 600. Porque de alguna manera o de muchas, si hubiera ido me habría sentido fuera de lugar. O fuera de una realidad a la que ya no pertenezco.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Cosa de negros

Resucitar después de este extendido letargo, después de haber estado sumergido en las profundidades de la Nada misma. Primer paso: dar el primer paso. Segundo paso: comprobar que la fractura soldó. Tercer paso: retomar mi propio ritmo. Cuarto paso: ¿y ahora qué? Y ahora vuelvo a dar clases de natación, vuelvo a nadar, vuelvo a jugar con los chicos. Pero hay algo más. Vuelvo a un punto en el que nunca había estado. Porque ahora hay elecciones. Pero no hablo de las legislativas. Ahora me presento como candidato para ser delegado sindical en mi escuela. Y entonces a mi madre se le prende una luz de alerta y se pregunta si no era preferible mi anterior inactividad. Y en la escuela se activan varias alarmas, se viene el sindicato, se viene el mal, nos va a contaminar, no sabemos muy bien qué es pero sin dudas debe ser algo terrible, catastrófico. ¿Por qué hacés eso? ¿Para qué los traés? ¿Es necesario? ¿Justo ahora? ¿No te das cuenta de que solamente van a generar más tensiones y un clima terriblemente hostil? ¿No ves que estamos mejor así? ¿Quién te dijo que necesitamos a esa gente? Ya decirles gente es un acto de generosidad, porque son menos que eso, vienen quién sabe con qué intenciones, vienen a corrompernos... y nosotros no lo vamos a permitir. Porque ellos no son como nosotros. Vos deberías saberlo. Vos deberías defendernos de ellos, porque vos sos uno de nosotros, ¿o no? Vos sos Irbauch, a pesar de que nunca quisiste estudiar alemán sabés muy bien que tu apellido, correctamente pronunciado, termina con un sonido sordo de tu garganta, como si quisieras sacar un gargajo y escupírselo a esos indeseables que vienen a ensuciar nuestra escuela, que hasta ahora estaba intacta, inmaculada. Nuestra escuela, nuestra familia, nosotros. Nosotros, que tenemos tradición. Nosotros, que tenemos idioma. Nosotros, que pertenecemos. ¿Quiénes son ellos para venir a decirnos cómo hacer las cosas? ¿Cuál es el límite? ¿Acaso creés que van a respetar ese límite? ¿Y vos, en dónde estás? ¿En dónde vas a estar? ¿Sos Irbauch... o sos como esos negros que trajiste? Sí, como esos negros. Porque podés hablar de derechos, de obligaciones, de justicia, de proyectos... pero si hay algo que no te vamos a perdonar en nuestro entrañable entorno escolar y familiar es que nos metas a toda esa negrada.

domingo, 22 de septiembre de 2013

El empleo del tiempo

Hola, hijo. ¿Qué tal? ¿Cómo estás? Bien ¿Qué estás haciendo? Nada. ¿Cómo nada? Nada. ¿Descansando? No, ¿descansando de qué? ¿De no hacer nada? No estoy cansado. Ah. Silencio. Pero me imagino que tendrás planes. No. ¿Qué pensás hacer el fin de semana? No sé. ¿No querés que vayamos al cine o al teatro? Podemos conseguir entradas. Uf, ahí viene otra vez. El temor a mi no hacer nada, a este hacer la plancha y admitirlo sin vueltas. ¿Estará deprimido? No, ¿cómo explicarle lo fabuloso que es estar tirado sin hacer nada? Es ella la que nació en Santiago del Estero y sin embargo soy yo el que terminó heredando la esencia de ese transitar en la quietud tan norteña, de ese ritmo cansino que no asesina a un tiempo que quiere imponerse a toda costa pero sí le da una bofetada a su insoportable paso frenético que se rige por el tic tac de un reloj omnipresente. Es ella la que nació en la tierra donde la siesta es sagrada y el no hacer nada religión. Pero a ella los mandatos divinos de los aires del kakuy parecen haberla salteado, tan activa, tan ocupada siempre, con tantas cosas, simposios, artículos, charlas, cursos, seminarios, pacientes, casos muy interesantes, ciclos de cine, debates, más cursos, más seminarios, talleres... y frente a todo eso, mi nada que la mira desde su nadería misma y ella que no le devuelve la mirada, que prefiere repreguntarme, qué te gustaría hacer, como una madre cariñosa, pero también sobreprotectora que teme que yo sea Atreyum aproximándome al abismo, a la boca de la Nada misma. ¿Cómo explicarle lo que no quiere entender? Sí, me encanta el cine, pero no me atrae lo que hay en cartel. Para ella estoy tirado en un rincón mirando cualquier porquería en la tele, el cerebro achicharrado, el cuerpo reducido y amoldado al hueco que se forma en el colchón. Si esa idea de lo que soy yo o de lo que puedo estar haciendo en este momento la angustia, ¿qué culpa tengo? ¿Qué tengo yo que ver con ése que ella cree que soy? ¿De qué sirve decirle que un capítulo de Breaking Bad visto de canto vale -palabras textuales de Fernando Martín Peña- por toda la producción de Hollywood en un año? Si total esa acción que es ver tele para ella es equiparable a mi no hacer nada. Me pregunta qué me pasa que no hago algo productivo. Ahí está. Algo productivo. Producir como una manera de actuar. Si yo soy yo por mis acciones, también lo soy por lo que produzco. Y si no produzco nada, si no hago nada, entonces no soy nada. Bien, no soy nada. Pero, ¿qué es lo que te pasa? Nada. Ya sé lo que le da vueltas en la cabeza. ¿Por qué estás tan solo? Nuevamente el mandato familiar, estar en pareja, formar una familia, tener hijos, hacerse cargo. Como Walter White, que se hace cargo. No quería entrar en las grandes ligas, pero el bueno de Gus lo convence. A man provides. Because he's a man. Juego de tautologías, un hombre debe proveer todo lo necesario a su familia y debe hacerlo por la sencilla razón de que es un hombre, está implícito en la condición de ser hombre el predicado que presupone que no va a hacer otra cosa que proveer. Gus es contundente. Y sabe cómo decir las cosas. No porque sea lo correcto, sino simplemente porque quiere que su negocio le salga redondo. Y aparentemente lo logra. Aparentemente, porque un hombre es mucho más que alguien que provee, es alguien que puede estallar e invertir todo. O también un hombre puede ser mucho menos que alguien que provee. No hay equivalencias exactas en el lenguaje, mucho menos en lo que se supone que un hombre es o debería ser. Y frente a lo que soy o debería ser está mi nada, mi no ser, mi sombra de acción que según mi padre puede ser potencia (él siempre con su bendito Spinoza) o por qué no la pura inercia que deviene de lo que ya no soy. De todas formas, la corriente no tira tan fuerte, no voy aguas abajo, no se avecina una catarata ni mucho menos se escuchan los aullidos del lobo que quiere atacar a Atreyum en un mundo que amenaza con desmoronarse. O tal vez el lobo ya pasó. Si me preguntan a mí, no creo que el lobo haya pasado ni pase alguna vez porque la Nada no necesita emisarios. Por favor, ¿a quién se le ocurre que la Nada va a mandar a un pichicho? ¿Para qué? No, cuando la Nada está presente, no hay aullido que valga. Mejor dicho, no hay aullido. No hay sonido ni furia. No hay verbo ni acción. Y no está tan mal que así sea. Puede que ya haya llegado. De hecho, creo que ya está instalada. Sí. La Nada está acá y después de todo, no es tan temible como la pintaban mi mamá y Michael Ende.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Lo que prevalece

A cuarenta años de ese discurso, a cuarenta años de los bombardeos, a cuarenta años del golpe, a cuarenta años de la noche que entró en la casa de las hermanas Garmendia, como en tantas otras casas, esa noche que todavía no se ha ido del todo, como queriendo contraponer el peso de su oscuridad al resplandor de la democracia más duradera en Latinoamérica que la antecedió, a cuarenta septiembres que no logran dar la medida de lo que fue aquel septiembre negro, ¿qué queda, qué es lo que prevalece? La tapa de El Mercurio habla de Siria, del partido de la roja contra la selección española, del exitoso cierre de esta temporada de esquí. Habla de muchas cosas, pero lo que más pesa es su omisión. Es necesario transitar por ese diario para ir descubriendo lo que la primera página no quería mostrar: no solamente no condena el golpe, sino que lo enaltece. Palabras textuales de Gonzalo Rojas: "El 11 de septiembre de 1973 es otra cosa: por primera y única vez en la historia de Chile, se invoca el derecho de rebelión para deponer al gobierno ilegítimo, inmoral y no representativo del gran sentir nacional". La vía libre para la tortura y el asesinato es el derecho de rebelión. Qué será para este periodista el gran sentir nacional, el gran sentir de su columnista vecino, un demócrata como Orlando Sáenz, que explica por qué no va a apoyar a Michelle Bachelet pero no dice cómo colaboró con el golpe de Augusto Pinochet, aunque el informe del Comité Church lo deja bien en claro. Por la forma en que están distribuidos los artículos del principal matutino transandino puede hacerse una lectura bastante nítida: debajo de esas "Opiniones al cabo de 40 años" (que no son otra cosa que un intento absurdo de justificar mediante la estadística por qué la inseguridad debería prevalecer en la agenda chilena frente a la política de Derechos Humanos) hay una advertencia: ojo que ahora los números cierran, cuidado que Chile puede gloriarse de "su inédito consumo", pero no sabemos hasta cuándo, dependiendo de las políticas que implemente el próximo gobierno. Y de remate, una didáctica explicación de por qué hubo que bajar el impuesto a la renta a las compañías mineras privadas. Qué más decir. Es necesario recordar el pasado, pero también hay que estar atentos al presente que estos perros rabiosos ladran y al futuro que auguran. Es necesario también leer a otro Rojas, Miguel Rojas, que en otro diario -El Mercurio jamás lo habría permitido- hace de su artículo un lúcido mapa en movimiento, en el que se evidencia no sólo las huellas de los crímenes en la memoria de las personas, sino el cambio sufrido en las mismas ciudades, su relevamiento es como una cartografía del crimen, de ese trazo planificado que establece que el centro de Santiago ha dejado de ser una plaza para darles lugar a los grandes centros comerciales. Ahora pienso en mis viajes a Chile con mi familia. El primero fue en 1988. No dejaban pasar a mi abuelo. Como era ruso le cerraron el paso en la frontera. Vayan, vayan ustedes, decía, yo me vuelvo solito a casa. Pobre viejo, en lugar de ir a Santiago de Chile quería volverse a su Santiago del Estero. Finalmente, pasamos todos, pero ya desde la frontera estábamos avisados que se trataba de otro país, de otra realidad, de otro presente. Lo noté también por el tono indignado de una mujer que nos orientó cuando estábamos perdidos. Yo la escuchaba, la quería seguir escuchando, a pesar de que entendiera poco, a pesar de que mis doce años no pudieran darle el alcance necesario a sus palabras. Muchos años más tarde las palabras de otra mujer chilena generaron algo más que un diálogo. Fue en Curitiba. Estaba en un banco para cambiar dinero, antes la tenían que atender a ella, pero ni los empleados podían entenderla ni ella comprendía una palabra de portugués. Me ofrecí como intérprete y me sonrió agradecida. Yo solamente quería ayudarla a agilizar el trámite, nada más. Entonces ella dejó de preguntarme qué significaba poupança o caixa, cómo decir esto o cómo pronunciar aquello, empezó a preguntarme de dónde era, qué hacía, a qué me dedicaba. Recién arrancaba el año 2002 y las palabras como crisis o corralito rodeaban inevitablemente el aura de cualquier argentino. Yo no quería hablar del tema, menos con ella, pero ella seguía avanzando, yo respondía con monosílabos, con un movimiento de cabeza, tratando de cortarla, pero ella continuaba. Podría haber quedado ahí, que pensara lo que quisiera, que estaba cambiando los últimos mangos que tenía, que venía de una ciudad o un país en llamas, que en definitiva seguía siendo mi país, al que pensaba volver, podría haber terminado ese pequeño cuestionario inquisitivo con un silencio y ya. Pero no, ella necesitaba dar su veredicto, por eso dijo que el problema nuestro era que no habíamos terminado bien las cosas. ¿Qué? Que no han cortao el problema de raíz, po. ¿De qué está hablando? Que no han hecho el trabajo completo, po. A esta altura sospechaba lo que estaba por decir, lo había sospechado desde un principio, como el Chapulín, pero ya no podía seguir haciéndome el estúpido. ¿Qué trabajo? Que no habei aniquilao a todos los guerrilleros, po, que habei dejao a varios de pie, ¿cachai? Ahí sí que no pude contenerme y empecé a gritarle y a insultarla y los empleados que decían antes qué muchacho tan atento y educado que hace de intérprete de tan distinguida dama no comprendían por qué el muchacho la puteaba a los cuatro vientos completamente sacado... pero lo que más sacaba de quicio a ese muchacho, lo que más loco me ponía era que la vieja de mierda seguía diciendo lo mismo con total parsimonia, manteniendo esa sonrisa y ese tonito condescendiente. De todas formas, ahora que lo pienso, era esperable ese comentario de aquella mujer. Más esperable que el de esa parejita de Santiago que conocí en la Isla del Sol el año pasado, se supone que todos estábamos en la misma, mochileros, hay ciertos códigos, podemos compartir el pan, el agua, podemos no estar de acuerdo sobre el origen del pisco, que es peruano, que es chileno, pero hay patrones que se mantienen en toda Latinoamérica y hasta diría en el mundo entero, un si bemol es un si bemol acá, allá y en todas partes, los banqueros siempre fueron, son y serán una manga de estafadores (no hace falta leer a Brecht para llegar a esa conclusión)... y la yuta siempre reprimió y va a seguir haciéndolo... pero entonces ellos saltaron aclarando que era verdad, po, menos en Chile, que ahí los carabineros no reprimen, ¿qué?, que no reprimen, ¿qué te fumaste? ¿cómo que no reprimen?, no, po, ¿y dónde carajo estabas cuando cagaban a palos a los estudiantes?, no, que fueron ellos los que han empezao, po, ¿qué? que sí, po, que ellos los han provocao y los carabineros se han defendido, po, ¿pero de qué carajo estás hablando? ¿vos te creés todo lo que dice El Mercurio?, no, po, es la verdad, ¿de qué mierda me estás hablando? ¿quién te mandó a decir esas pelotudeces, Piñera? Y nuevamente me sacaron, como esa mujer diez años antes, aunque esta vez entendía menos, porque eran pibes como yo, que hablaban de la unidad latinoamericana, de los ciclos de democracias y dictaduras, de la sociedad consumista, de tantas cosas más... que de repente me salían con eso, como si los carabineros fueran los arcángeles de la Madre Teresa, la puta que los parió, a los carabineros y a esa parejita de pelotudos jugándola de progres y al mismo tiempo embanderados en los mismos argumentos que esgrimen energúmenos como Gonzalo Rojas y Orlando Sáenz. Entonces vuelvo a la misma pregunta del principio, a cuarenta años, ¿qué es lo que queda, qué prevalece? Busco un refugio en la memoria, más allá de esa parejita de mochileros, más allá de la aristocrática mujer del banco de Curitiba, más allá de la frontera en donde querían retener a mi abuelo. Tal vez para buscar la manera de enfrentar ese abismo deba situarme en un abismo similar. Y es ahí donde empiezo a encontrar una respuesta. Porque es en ese centro cultural que alguna vez fue la Escuela de Mecánica de la Armada donde escucho una voz que sostiene otra mirada. Pedro Lemebel se presenta, lo antecede su voz, una voz de ultratumba, una voz sin voz, ya que acaba de ser operado de las cuerdas vocales, y aun así, con tanta potencia, con tanta profundidad, con tanto caudal. El médico le había avisado que tal vez no iba a poder hablar, entonces él le dijo que antes de que lo durmieran con la anestesia quería decir sus últimas palabras, cómo no, asintió el cirujano, diga, ¡Piñera, la concha de tu madre! Todos nos reímos. Pero Pedro siguió hablando, a pesar de la operación, siguió y sigue peleando, ya dio tantas batallas, contra los putos carabineros, contra tantas bayonetas, sin privarse de escupirle en la cara sus verdades a cualquier funcionario de turno, siguió y sigue batallando contra tanto más, contra el sida, contra el cáncer y no deja de reírse hasta de su propia muerte, de su puta muerte, tan emputecidamente cansada de perder una vez más la pulseada con la loca más putamente loca de todas, la más genial, que te hace reír como ninguna y al mismo tiempo te deja las palabras atragantadas, con esa voz en la que confluyen tantas voces, aunque esté ronca, jamás se va a callar y va a seguir al pie del cañón retratando con sus crónicas la mejor de las aguafuertes de un Chile que puede vislumbrarse al raspar de las piedras algo más que el musguito, al rasguñar los muros y contemplar a través de la cámara de Patricio Guzmán un grito tapado por tanta pintura, por tantos años grises, un Chile que reaparece al romper en pedazos las hojas de El Mercurio, al hacer añicos sus frases, su cuidada sintaxis, sus palabras, como lo hace Catalina Parra en esa mirada oblicua hacia el monstruo, para no quedar convertida en piedra, para estar siempre en movimiento y darle otra dimensión a su obra, que es mucho más que un pastiche de imágenes, palabras y acción, que sostiene el puño en alto, el mismo puño que sostuvo Víctor Jara, el mismo puño que no pudieron quebrarle, aunque lo molieran a palos, una y cien veces, el mismo puño que se levanta con estos estudiantes y que por más armados y preparados que estén los carabineros va a mantenerse cada vez más arriba, como una pregunta sin respuesta que resuena y va a seguir resonando, a pesar de que tantos orangutanes vestidos de saco y corbata se tapen los oídos y los ojos, a pesar de que chillen, pataleen y sigan mirando para otro lado.

martes, 10 de septiembre de 2013

Breaking Bad

Pirar, enloquecerse, tomar por el mal camino, caer bajo, corromperse. Dar algo más que un golpe de dados, lanzar ese cross a la mandíbula y al mismo tiempo desmoronarse por el knock out. La traducción casi literal no se aleja tanto del original: romper, romper mal, romper mal con todo. Romper una forma de vida, dar un vuelco irreversible, irremediable, inevitable. Romper y disolver los cuerpos vivos y muertos, romper y disolver las relaciones, vaciar el sentido de cada frase, de cada palabra, volver cada expresión hueca, extraña, contraria o desapegada completamente de lo que en algún momento pudo haber significado. Romper las promesas, las creencias, los afectos. Romper la fe. Romper la sagrada trinidad: tradición, familia y trabajo. Romper los tabúes, patearlos, tirarlos abajo, pisotearlos y reírse de ellos. Romper todo sin dejar nada en pie, ningún tótem siquiera, ningún lugar de resguardo. No limitarse a violar la ley, hacer de la ley un conjunto de normas inconexas que ya no tienen sustento en nada, un edificio que pronto va a implosionar y va a quedar reducido a escombros. Romper una genealogía completa y un prominente porvenir en nombre de la nada. Romper huesos, cristales, seguir rompiendo hasta que todo quede astillado o reducido a polvo, hasta que el silencio ya no sea el preludio de voces o disparos, sino la ausencia en una medida abismal, sin escalas. Ninguna melodía predomina, ningún color. O sí, el inconfundible color del dinero que emana ese olor verde y queda impregnado en la retina, en la nariz, en el sabor del almuerzo y la cena. Por qué no entrar en esa cocina en donde se cuecen mucho más que habas. Con ustedes, los primeros pasos rumbo a este infierno que vale la pena conocer. Buen provecho.

Breaking Bad - Temporada 1
http://verbreakingbadonline.com/breaking-bad-online-temporada-1.html

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jueves, 5 de septiembre de 2013

Entero o a pedazos

El partido se estaba poniendo áspero. Era de esperar algo así. Suele pasar. Volver rengueando a casa. Y al día siguiente, seguir caminando como el rengo del juguete rabioso, como tantos otros rengos. Y al sacarme la ropa para dar la clase de natación, ver el dedo violeta, me dice hola, acá estoy, te acompañé a tantos lugares, te voy a acompañar a tantos otros, todavía no sé si París vale una misa, pero mi color bien vale una placa. Por eso a la noche voy al Hospital Naval. La entrada a la guardia es por la otra puerta. Carnet, DNI, bono, pague en esa ventanilla, espere. Mi turno. Acá está la orden para la placa. Es arriba. El ascensor no anda. Tampoco las escaleras mecánicas. Subir de a poco, escalón por escalón. Sí, acá es rayos. A ver... sentate, poné el pie así, quietooo... bien, ahora ponelo de costado, así... quietooo. Ya está. Esperame un minuto que quiero ver cómo salió. Listo, podés bajar. Sí, vas directamente. A ver... acá está. ¿Qué está? La fractura. Ah, ¿fractura de qué? De la falange. ¿Y qué hago? Nada. ¿Cómo nada? Nada. Ponele una cinta. ¿Y qué más? No corras ni juegues al fútbol. Menos mal que me lo aclarás, ya me estaba yendo a jugar un picadito a medianoche. ¿Y qué más? Nada más, ¿en dónde laburás? En una escuela. Recreación con chicos. También doy clases de natación. Ajah. La palabra certificado flota en el aire, será por eso que no mira de frente y con los ojos clavados en el escritorio me entrega una orden para comprar antiinflamatorios. ¿Y la radiografía? ¿Qué pasa? ¿No me la puedo llevar? La tenemos archivada pero no la imprimimos. No tengo ganas de discutir. Tiene una cara de pescado, como si lo hubieran sacado del río con una mediomundo y en lugar de llevarlo a un restaurante para hacerlo fileteado a la romana lo hubieran dejado tirado en la guardia de este hospital. No sé si es o se hace el boludo. No importa. Le doy la mano y me da una mano que parece muerta o anestesiada. Me voy a casa. Tengo frío, sueño y hambre. Y por más que me bañé al salir de la pileta, todavía siento el cloro encima. Lo mejor de esa noche, la ducha caliente en casa. Cae el agua, cae también una llamada, la madre de uno que presiente, que sabe, mejor no atender. Pero tarde o temprano se entera, qué tipo de fractura es, yo tengo una amiga que es médica que tiene una lesión parecida -en realidad, más leve- y le sugirieron que no se traslade mucho, que haga reposo. Sí, bueno, gracias por los consejos, sí, bueno, basta, yo me sé cuidar solo, ya estoy grande, sí, ya sé, gracias, chau. Una vez alguien dijo que ser grande es hacer lo que uno quiere o lo que es mejor para uno... a pesar de que coincida con lo que dice mamá. Esta vez puede que tenga razón. Me lo dice esa versión machucada de un Pulgarcito morado que se asoma debajo de la frazada, al final de la cama. Habrá que volver al Naval, esta vez más decidido, directo al grano. Otra vez, carnet, DNI, bono, pago, espero, me llaman, hola, sí, ya sé lo que tengo, fractura, no hace falta la placa, ya me la hicieron, o mejor dicho, sí, quiero que me la impriman, haceme una orden. Y dame el certificado. Me señala un cartel: la guardia no otorga licencias. Le explico en qué consiste mi trabajo. Asiente. Me da una licencia por diez días. Pero me aclara que después me conviene presentarme en demanda espontánea. Qué nombre, demanda espontánea. Una guardia que no es una guardia. Es una guardia porque supuestamente te atienden ahí, en el acto. Y no es una guardia porque tenés que estar a las siete de la mañana y si llegás tarde perdés el tren. Sacar número, esperar, carnet, bono, plata... falta la autorización. ¿Qué autorización? De la obra social. No me dijeron que fuera necesario. Es necesario. ¿Por qué no lo aclararon antes? No me lo preguntaste. Le pregunté a la persona que atendía acá y me dijo que con esto que tengo es suficiente. No, no lo es. ¿Y ahora? Como el espantapájaros de Oliverio, y subo las escaleras arriba... y bajo las escaleras abajo... y nada. Y a la tercera o cuarta vez la rubia se cansa de verme dando vueltas o se compadece o no sé por qué baja la guardia y me dice que si el Teniente Torres me autoriza, me atienden de una. Ahí me doy cuenta de lo que significa estar en el Hospital Naval. No me dijo el Doctor Torres, sino el Teniente Torres. Voy, pregunto en planta baja, todavía no llegó. Me siento, menos mal que tengo este librito de Lemebel, miro de reojo a los milicos que caminan por el pasillo mientras en las crónicas de Lemebel los culos rosados se tragan las bayonetas, cómo no reírme, cómo no ver que detrás de los trajes claros ellos también van con el culo entre las patas, con unas pocas palabras seguramente se les cae la estantería, se les viene abajo toda la fachada. Bueno, ya debe haber llegado, cuál será, ese petiso con bigotes que se parece a Franco, no... a ver, ese flaco con cara de ave de rapiña, tampoco. Y finalmente aparece, sí, yo soy el Teniente Torres. No, no le puedo firmar nada. Parece ese milico de American Beauty que se hace el macho pero en el fondo se le hace agua a la boca cuando ve un choripán... y no por tener hambre. Doblemente un hijo de puta, porque es un sorete que pretende hacerse el amable, no depende de mí, yo no tengo la culpa. No es cuestión de culpas, solamente me dijeron que con un papelito firmado ya está todo resuelto. No, lo siento, no puedo hacerlo. Sí que podés, hijo de puta, no querés. Detrás de tu voz que intenta ser cálida pero es un clarinete mal soplado, detrás de esa mirada de lagarto, detrás de esa boca de serpiente, detrás de los labios finos, tensionados, como los del Coronel Frank Fitts, detrás de las palabras ordenadas, como la gorra, el peinado y el uniforme, sos una rata inmunda, ¿acaso estabas acá cuando la trajeron a Arrostito? Pero ahora es otro tiempo y acá otro lugar. ¿En dónde estoy? ¿En dónde me metí? Trato de responderme, de ubicarme, tal vez esté en uno de los pocos hospitales que siguen en pie en donde un energúmeno como ése sigue teniendo cabida. Por favor, por qué no cae un rayo y revienta este hospital de mierda. Te tiraría el libro de Lemebel por la cabeza, pero ¿qué culpa tiene Pedro y su loco afán? Además, este libro es demasiado para una cabeza tan estrecha, tan cuadrada, tan estúpida que no puede entender que no tiene la última palabra, a pesar de que el eco de su paso marcial no encuentre respuesta o no quiera escuchar las preguntas que siempre vuelven, que siempre van a volver. Otra vez salir, otra vez rodear el Parque Centenario, por acá, por allá, Rivadavia y otra vez en casa. Llamar por teléfono. Un turno. ¿Tengo todo? Sí, tengo todo. Nuevamente, carnet, documento, bono. Estoy por entrar, pero no. El bono está vencido. ¿Cómo que está vencido? Sí, venció en julio. Pero me lo dieron hace unos meses. ¿Cuántas veces al año tengo que pasar a retirar este papel de porquería? Lo siento, no podemos atenderte, así lo dispone tu obra social. Ya es el colmo. ¿Qué es lo que quieren? Y ella me responde con una sinceridad que da escalofríos, quieren que la gente no se atienda más, que se canse, que desista. Pero yo no voy a bajar tan fácilmente los brazos. Voy a reponerme, eso sí. Y después, cuando vuelva a caminar bien, voy a tomar carrera y les voy a pegar donde más les duela. Y esta vez, sí, voy a salir entero.

lunes, 26 de agosto de 2013

El nombre de la rosa

El viaje no ha terminado. No solamente porque no hay regreso. Hay, eso sí, una confluencia en tantos caminos, en tantas voces. El viaje continúa porque la resonancia de los pasos es otra. Aunque sea yendo a la esquina de casa. Aunque sea volviendo del trabajo, una tarde como cualquier otra. Una tarde de barreras cortadas, de cuello de botella por Fray Cayetano, como en casi todos los accesos para llegar al otro lado de Yerbal. La mirada se cansa de la inmovilidad del vehículo de enfrente, para qué las bocinas, para qué gritar y maldecir. A un costado, un cuerpo cae al piso de un garage iluminado por una luz colorada. Se contrae como un bicho bolita para evitar -acaso, presintiéndolo- el inminente ataque. De a poco se va extendiendo. Parece una loca salida de una crónica de Lemebel, un relato que no sé cómo comenzó ni mucho menos cómo va a terminar. Como si estuviera borracha, camina en círculos, apenas se mantiene en pie. Tal vez quedó atontada por la caída. Vuelve al piso, se recuesta, como si le costara despegarse, como si las baldosas tuvieran un imán. Una camioneta está saliendo del albergue, ocupada solamente por el conductor, un hombre de unos cincuenta años, se detiene frente a la loca. Hay una pausa, un intercambio de silencios, algo más imperceptible, algo que no sé qué es pero que desencadena una salida desenfrenada, el hombre sale directo a patear a la pobre loca, que sigue ahí, en el piso, que ni siquiera acusa los golpes, que recibe toda la furia sin entender de dónde, de quién ni por qué. Hay que hacer algo, salir del lugar del que observa, decir pará, hablar, gritar, meterse, meter el cuerpo, separar, es difícil, a esa altura la loca ya se defiende, y está bien que lo haga, después de haber recibido decenas de patadas y trompadas, ya es hora de que lo haga, pero uno tiene que hacer algo, tiene que separarlos, finalmente aparece la policía. Ya está, uno dice listo, como mintiéndose, como queriendo creer que todo va a seguir su curso normal, volver a casa, asunto resuelto, pero no. En la esquina hay algo que no huele bien, por eso hay que girar sobre los talones, volver a ese garage, a esa luz roja, a esas caras. Y solamente basta mirar un poco para comprobar que lo sospechado es lo que está pasando, un policía le da la mano al de la camioneta, la loca les grita enfurecida a otros agentes que la quieren llevar a la comisaría. La tranquilidad de unos termina siendo el infierno tan temido de otros. Por eso es necesario volver sobre los pasos y dar ese paso no dado antes, decir yo estuve ahí, yo vi cómo el hombre bien vestido que manejaba esa costosa camioneta se bajaba y empezaba a patear a la pobre loca sin que le hubiera hecho nada, sin que intentara defenderse, con tanto odio, con más que odio, con saña, yo vi primero y después dejé de mirar para intentar separar, actuar y ahora estoy acá para que mi palabra también sea un hecho, ésta es mi declaración, éste es mi nombre, mi apellido, mi dirección, mi teléfono, mi documento. Y el hombre de la camioneta ya no sonríe. Y los policías ya no pueden seguir siendo cordiales con él, no al menos de manera tan evidente. Y la loca dice que ella lo va a denunciar. Y que ella sabe pelear como un sapo. Cómo pelea un sapo, me pregunto yo, pero no se lo digo, le sonrío y le digo que está bien que sepa pelear como un sapo, que le creo, pero que en ese momento no le conviene decirlo, que va a llegar la ambulancia y lo mejor es que les indique dónde le duele, dónde la lastimó. Después de todo, me alegra verla al pie del cañón, ahora sí, en guardia, más despierta. Los policías ya no saben cómo tratarla, uno lo intenta más suavemente, me pide que interceda. Le digo que se calme, que yo estoy de su lado, que voy a declarar por lo que le hicieron. Ella se golpea el pecho como King Kong, dice yo soy una ramera y me la banco, yo peleo como un sapo y nadie me va a golpear gratuitamente, yo voy a demandarlo, a él y a todos los que me hagan lo mismo. Los policías dan vueltas, revolotean, pero mantienen una distancia prudencial, prefieren no acercarse demasiado, probablemente se sientan como moscas o polillas que están en peligro si pasan desprevenidos frente a la gran boca del sapo, son como electrones que orbitan en torno a un núcleo inestable, como esos helicópteros inútiles a los que en cualquier momento King Kong es capaz de achicharrar de un manotazo, en el fondo tienen miedo, sí, ellos con sus uniformes azules, sus cachiporras y sus pistolas automáticas tienen miedo porque no saben cómo lidiar con esa loca desencajada, cómo defenderse de sus palabras, sus conjuros, sus insultos, se escudan en una aparente sonrisa cordial, pero ni siquiera saben cómo evadir la mirada de los vecinos, mucho menos cómo tratar a esa loca que blasfema con la cara bordó, los labios que destellan un rosa furioso, palabras rojas que tienen la resonancia del altiplano, no son las facciones pálidas y duras de una Stella Manhatan, tiene esos cachetes cobrizos inflados por estos aires y esta tierra, con este loco afán de no esconderse y sostener la batalla por más desigual que sea, por más ridícula o inmoral que parezca frente a los ojos de los distinguidos vecinos del barrio de Flores. Tiene un glamour diferente al de aquellas locas ochentosas que desfilaban por las escaleras del Sacré-Cœur. Pienso en otras locas, ésas que escondían las pieles de visones como un juego, que apilaban los huesitos de pavo y les plantaban la banderita de Chile, burlándose de su propia muerte, riéndose de lo que algunos llaman el inexorable destino. De las locas de aquel lejano diciembre del 72 a esta loca que grita a los cuatro vientos en la salida de un garage de Bacacay hay una distancia que no sé si es posible descifrar. Tal vez no se trate de descifrar, de entender. A veces uno quiere agrupar las cosas, etiquetarlas, como si eso diera la sensación de cierto orden, como si fuera garantía de tranquilidad. Y para qué, para qué esas dicotomías que no son más que una construcción, masculino o femenino, antiguo o moderno, sano o enfermo, conservador o revolucionario, religioso o laico, apocalítico o integrado. Y la loca, que escapa a esas y a tantas otras clasificaciones, declama su propio apocalipsis, se transforma en una yegua que cabalga en su propio relato, en su propio delirio que termina siendo para esos policías novatos una pesadilla tan real como sus gorras azules, ellos que creían tener todo controlado no saben cómo lidiar con esa forma de relinchar que construye y a la vez destruye a patadas un relato que tanto podría ser el apocalipsis como el génesis, principio y final a la vez. Yo les repito por séptima vez mi versión de las agresiones a los policías que toman nota e intentan demostrar que se quieren portar bien. Les pregunto si les queda alguna duda, si están claros mis datos, si tienen alguna pregunta más que hacerme. Me dicen que no, me agradecen, tratan de ser correctos, quieren parecer civilizados, me dan la mano, con firmeza, como haciendo hincapié en algo que quisieran que pasara pero no sucede, como dando a entender que están a la altura de las circunstancias y no, no lo están. Después voy a despedirme de ella. Me sostiene la mano, me sostiene la mirada, me tira un beso y una sonrisa en el aire, mientras un vecino que tiene su ropa deportiva, su raqueta, su funda, su calzado de tenis, detiene su marcha sorprendido por ese apretón de manos, qué tendré que ver yo con esa loca, qué habrá pasado ahí, qué importa lo que piensa, al menos tuvo que detener su marcha, al menos no pudo seguir como si nada hubiera pasado y al menos le quedó una pregunta flotando en la mente que va a permanecer después de su clase de tenis mucho más que la corrección del revés que tanto le cuesta. Y yo esta vez emprendo la retirada, son unos pocos metros, si bien es otro mundo, no está tan lejos como algunos quieren suponer. Y al entrar a casa me doy cuenta de que todavía no hice todo lo que debería haber hecho, porque tal vez compré otra tranquilidad aparente y hay tantas cosas que sigo sin saber, porque como tantas historias, esta historia sigue y probablemente no como yo pensaba, y por qué no se me ocurrió ofrecerle algo más, agua, una gaseosa, o cualquier otra cosa que necesitara. Y por qué, después de todo, no le pregunté su nombre.

martes, 13 de agosto de 2013

Un día, un año

Departamento vacío, desnudo, ausente. Cajas y más cajas, de cartón, de plástico, de madera. Papeles, libros, revistas y más papeles y más libros y más revistas. Para qué. Para qué guardar todo eso. Para qué abrirlas otra vez. Y otra vez, Juarroz. No hay nada que guardar/ Nos bastan las miradas que no se pueden guardar/ Ante el desenlace largamente previsto/ lo imposible de guardar es lo único que importa. ¿Qué es lo único que importa? No, por favor, otra vez el zorro y el principito no. Sí, es verdad, lo esencial es invisible a los ojos, pero hay algo más. Algo que escapa también al recuerdo, a esta distancia de un año, como si doce meses fueran solamente la pausa necesaria para llegar a algo, como si 365 días pudieran dar otra dimensión de las cosas, otra escala. Y no, no necesariamente. Hay algo que se escapa. Un gesto, el temblor de una voz, ciertas palabras que no tienen cabida porque el mundo al que pertenecían ya no existe. Y no puede ser reconstruido con melodías o palabras, mucho menos con aquéllas que ya no son sostén de nada, porque ya no dicen nada más que la letra mecánica de una canción ausente. Y ahora qué. Por qué no hacer lo opuesto. Por qué no compactar un día en un año. Después de haberle tomado el pulso a algunas frases, a ciertos paisajes, después de haber expandido los ayeres en el transcurso de otros ayeres, por qué no comprimir este último año en un párrafo, no como un desafío sino como la necesidad de tirar un lastre. Un año que se compone de dos. Final de 2012, final para algunos. Para mí, principio de una caída que anticipa este 2013, este martes 13, sinécdoque de un año que se sacude por el eco de otras caídas. Ir al sur, a mi sur. Y caer. Hay algo antes del impacto que hace que el impacto mismo sea un espacio en blanco, un paréntesis en el que la memoria oculta algo vital. No hay registro de la caída, no hay grito, no hay un crac del manubrio, no hay siquiera un instante absurdo en el que todo queda congelado. Pero la caída se sostiene mucho más allá de los días y las noches. Hay cientos de instantes en los que freno dormido y despierto por ese instante en el que no frené. Y caigo otra vez. Y otra. Y otra, con las manos apretando la frazada como debieron haber apretado los frenos. Por suerte tengo la cabeza, aunque a veces rueda por allá, cuesta abajo. Y el hombro izquierdo, que no responde, que da puntadas, que pide ser olvidado, como si nada hubiera pasado. El dolor en el cuerpo es la forma más tangible del presente. Cómo levantarme y seguir adelante sin evadir las preguntas que me tiran y las respuestas que me entierran. Entonces, por qué en lugar de subir, no cavar. Eso, por qué no cavar abajo, hasta dar con la arena húmeda, hasta alcanzar el agua. Y debajo del agua, solamente agua, no tierra ni árboles ni madera ni papeles ni renglones ni palabras. Y entonces, volver, esta vez sí, volver al agua. Volver a un camino en donde no hay más huellas que la memoria del cuerpo. Volver a un lugar en el que nunca estuve. Volver a mis pasos, sin ser el eco ni el soporte de una voz cansada. Volver para no dar con la talla y celebrar cada desencuentro.

martes, 6 de agosto de 2013

No hay regreso

De la tarde estival de Caracas a la madrugada porteña sin escalas. De un extremo al otro del mapa, del termómetro, de ese puente en el que reverberan tantas formas de encadenar las palabras, de liberarlas, cantándolas y contoneándose a su ritmo o simplemente callando. De un espacio a otro que no es el que dejé. De un tiempo a otro que todavía no habito ni me habita. De un transitar a un estar o a un transcurrir sin estar del todo. Sin ser del todo, porque el lazo que unía esto que me encuentro con los recuerdos o con lo que esperaba está quebrado. O nunca estuvo, no al menos como lo suponía. Porque no, no hay regreso. Lo dijo mejor que nadie Roberto Juarroz:

No hay regreso.

Pero siempre queda un viaje de vuelta
hacia ciertas cosas anteriores,
que ya son otras
y sin embargo nos llaman
con un signo
similar al de antes

Nada cambia del todo.
Lo que no cambia
en aquello que cambia
saluda nuestro viaje hacia atrás,
celebra lo que no cambia en nosotros,
su abismal permanencia en el fondo,
su intemporal fidelidad.

jueves, 1 de agosto de 2013

De la última frontera terrestre a donde dobla el viento

Santa Marta. Última frontera por tierra. Dicen que lo mejor es tomar el micro diferencial, cruzan la frontera con vos, te cuidan, cuidan tus cosas, te meten un poco de miedo y supuestamente eso es parte del cuidado, te piden -o te ordenan de una manera que parece un favor a vos mismo- que extiendas la cortina, que no se te ocurra correrla, que no mires, como si la Guajira fuera Sodoma y Gomorra y por mirar vas a quedar convertido en una estatua de sal. Los asientos son más cómodos, es verdad. Pero esta vez no vas a poder disfrutarlos. No, esta vez no va a ser. Todos los asientos están vendidos, así que habrá que viajar como sea. Como sea es en esas combis hasta la frontera y ahí, buena suerte y más que suerte. Aunque algo de suerte tengo, porque me entero de que está retenido el micro diferencial que viene de Cartagena... y la combi con la que negocio un buen precio ya está saliendo. Menos mal que además de pesos colombianos tengo unos bolívares encima. A negociar de nuevo en la Guajira. Lindo lugar para negociar. Me subo con dos colombianos y un venezolano a un Valiant. Está tan destartalado que parece que en cualquier momento se va a desarmar completamente y el chofer -Don Ramón en persona- va a quedarse con el volante en la mano, flotando en el aire por inercia, como le suele pasar a Pierre Nodoyuna después de hacer trampa, a unos metros de la recta final, recta que nunca va a pasar. Pero este Valiant no es el auto de carrera con propulsión a chorro de Pierre Nodoyuna. Ya es un milagro que haya arrancado. El ruido que hace el motor es infernal. Hay algo peor que el estado del Valiant: la ruta por la que vamos. No son baches los que esquiva Don Ramón, sino cráteres. Solamente falta que empiece a brotar lava. Así y todo disfruto del viaje. Probablemente mucho más de lo que había disfrutado un año antes, cuando cruzaba la frontera en un micro diferencial con las ventanillas tapadas por esas malditas cortinas que no debían ser corridas. Esta vez sí, a bordo de este cachivache que es como el abuelo del General Lee, la Guajira está ahí, desnuda, sin una tela siquiera que la cubra. Llegamos a Maracaibo mucho antes de lo esperado. Y eso que no conducen Bo y Luke, sino Don Ramón. Qué bueno no haber tomado el micro de Expreso Amerlujo. Tal vez los gringos todavía lo estén esperando. Y yo ya estoy sobre este puente que parece interminable, este puente que es el principio del final, de ese otro puente que pronto me va a llevar a casa. Mi casa. Suena extraño decir "mi casa", cuando yo mismo me la expropié, porque dejarla por seis meses a esa pareja de colombianos es una manera de hacer de mi casa un lugar extraño. Volver a casa, aunque no sea un regreso. Pero para concretar ese regreso -o esa vuelta a un no lugar- tengo que comprar el pasaje. Lo intenté en Ecuador. También en Colombia. Y se me trababa la operación, no sé por qué. Tampoco me preocupó demasiado. Ya lo resolvería en Venezuela. Bien, estando en Venezuela me doy cuenta de que no voy a conseguir pasaje para la fecha que tenía pensado regresar. Debería estar preocupado. ¿Debería estarlo? ¿Por qué? Como decía un viejo refrán, si no tiene solución, ¿para qué preocuparse? Y si la tiene, ¿para qué preocuparse? Es como si la preocupación fuera la culpa que debemos pagar por los errores cometidos. Al carajo con la culpa. Mail a la directora y a la vice: llego más tarde al laburo. Punto. Ahora, a disfrutar estos días que me quedan del viaje, no quiero padecerlos, basta de la corrida final, quiero detener el paso, quiero detener el tiempo. Por eso voy a Coro. Así como cada país parece tener su ciudad blanca, también tiene su pueblito atemporal. Tarata en Bolivia. Y en Venezuela, Coro. Con sus casas, sus calles de tierra y sus dunas. Y ahí nomás está La Vela de Coro. Donde el sol se pone. Donde dobla el viento. O acaso fue el viento el que dobló a Coro y le dio esa forma. Porque Coro, según dicen, significa viento. Lo pueden confirmar los barcos anclados en la arena, como testigos mudos. Lo puede decir ese sol. Y también ese silbido que recorre las noches en cada esquina, en cada rincón vacío.

martes, 30 de julio de 2013

La estación necesaria

Retomo la marcha. De la primavera al verano. De Medellín a Cartagena. El calor cobra otra dimensión, tiene cuerpo, tiene entidad propia. Transpiro como nunca. Ahí sí tiene sentido la ducha fría, que nunca es fría. Es extraño escribir esto ahora, a un año, a miles de kilómetros y al otro lado del termómetro. Pero no importa este julio, sino aquél, el de ese vaho que te acompaña en las calles o mejor dicho te lleva flotando por esas noches de asfalto, porque de día no hay otro camino que transitar más que el del sueño. Acaso se abra un puente al Santiaguito querido y a sus siestas. Como diría mi abuelo, casas más, casas menos, igualito a mi Santiago. No por el acento caribeño, no por la gente ni por su música... simplemente por ese aire que sentencia tantas cosas parecidas en mundos tan diferentes. Y es ese aire, precisamente, el que me tumba y a la vez me levanta, después de tantas duchas, después de ser yo mismo agua que fluye y se renueva. Porque, después de todo, yo soy un animal de verano. A pesar de que mis abuelos mamaran el blanco de la nieve rusa, austríaca y polaca, a pesar de que mi madre siempre prefirió el frío, a pesar de que mi apellido no suene muy latino que digamos, yo soy un animal de verano. Y me gusta pensar en ese abuelo que dejó la Rusia de los pogroms para terminar con sus costosos abrigos en las entrañas de Santiago del Estero. Probablemente siempre padeció el calor. Mi mamá lo detesta. Pero yo no. Por eso Cartagena me hizo bien y fue la estación necesaria para mi recuperación.

miércoles, 24 de julio de 2013

Una foto



Y finalmente aparece él. Es el primero que se asoma, el que pone el pecho, el que dice acá estoy, el que me llama y me pregunta de dónde vengo y a dónde voy y por qué hablo tan raro y cuánto me salió esta cámara y por qué ya que estamos no le saco una foto. Y después de todo, por qué no, si me lo está pidiendo, si tiene el coraje de venir y plantarse así, si tiene tanta presencia, si me mira de frente con los ojos bien abiertos sin dejar de sonreír, quién soy yo para negarle una foto.

Escaleras arriba



Hay un barrio en Medellín que pareciera tener más ausencias que presencias. Ausencias de pasos, de corridas, de tiros y de muerte. Como si ahí el presente solamente fuera una manera de contemplar el pasado, como si fuera posible sentir la manera en que siguen reverberando los disparos, los rebotes, los ecos de un instante hecho añicos. Y hay silencio. No todo es recuerdo ni nostalgias de la muerte. Hay un silencio que detiene esa mirada, hay una moto contemplada por unos grafitis mudos. Hay una calle que parece un desfiladero tan estrecho por el que apenas caben las risas de unos chicos. Pero ellos todavía no bajaron, son sus voces las que juegan y rebotan por esas paredes, ellos todavía están allá, escondidos, escaleras arriba, esperando una señal imperceptible para entrar en escena.

Ventana de la Biblioteca España



Finalmente baja la fiebre. El calor ahora está afuera, en la ciudad. Pero es un calor agradable, no te tira abajo. La ciudad invita a ser recorrida. Por qué no el teleférico. Hasta el final. El Parque España. Hace veinte o treinta años, una de las zonas más peligrosas del país. Del mundo, dicen. Y ahora a transitarla bajo la luz de otra realidad, en donde inevitablemente uno termina topándose con esa mole que es la Biblioteca España. Mirar a través de una de sus ventanas y ver parte de la misma mole de hormigón, parte del atardecer y parte de un ahora que no se entiende muy bien cómo encaja en todo esto.

martes, 23 de julio de 2013

En busca de mi primavera

Todo pasa rápido, muy rápido. El vértigo de los últimos días, del último tramo, el último trago, diría Buika, que me queda atragantado, de Quito a Ibarra, de Ibarra a Tulcán, la frontera helada de noche, como me habían dicho, pero el frío no congela el vértigo de la huida, qué huida, a dónde, a mi partida, a mi llegada, a la frontera, de la frontera, de Tulcán a Pasto, de Pasto a Popayán, del blanco de Popayán al rojo de Cali, rojo por la salsa y también por esas gotitas de sangre en la vereda del hostel, a medida que avanzo hay más, van formando un charco que no termina de secarse, esas gotitas y ese charco de sangre que después me entero son de un pobre gallego al que termino acompañando en una tórrida noche con olor a hospital, a desinfectante y a formularios y más formularios, para el seguro, para la farmacia, para la policía. Que digan que Cali es Cali y lo demás es loma, yo sigo para el norte, que esos gringos sigan rumbeando, yo me voy rumbo a la estrella del eje cafetero, Salento y Valle de Cocora, para volver a Armenia y caer extenuado en un micro rumbo a Medellín. Medianoche con no sé cuánto de temperatura. Al menos voy a dormir unas horas. Pero no, si Mahoma no va a la montaña -o se escapa de ella- la montaña va a él... y yo que creía haber huido de Cali, Cali vuelve a mí en forma de melodía... y en el puto micro de larga distancia que salió sus buenos morlacos por sus asientos reclinables y su servicio, ponen una salsa para mover hasta los muertos. Y yo que estoy casi muerto, le pido gentilmente al muchacho que me trae la almohadilla si puede bajar la música, por favor, que ya es tarde, pasada la medianoche... y él que sí, sí, claro... y no la baja un carajo... hasta pareciera que la sube... y entonces subo y le digo -le ordeno- que la apague. Y el pendejo infeliz me dice que tal vez en mi país -no le quedan dudas de mi acento porteño- por las noches los micros van en silencio, pero lamenta informarme que ahí suelen pasar salsa... y a mí que me chupa un huevo y la mitad del otro incorporar los ritmos y melodías latinoamericanos en ese momento en que vuelo de fiebre y de calentura le pregunto si me está tomando el pelo y lo habría estampado contra el parabrisas de no ser que el chofer zanja de una la cuestión y apaga la música. A dormir. O a intentarlo. Hasta llegar por la madrugada a Medellín. Los taxistas de la terminal se relamen pensando que soy un gringo pelotudo al que van a esquilmar con un viaje, pero cuando se dan cuenta de que hablamos el mismo idioma, sé a dónde estoy y a dónde quiero ir paso a ser un fantasma y se van. La puta que los parió, yo no dije que no iba a pagarles, simplemente no voy a dejar que me estafen. Supongo que para ellos es casi lo mismo. Por eso no existo, no soy nada... y de la nada misma aparece un taxi que accede a pararme, llevarme y cobrarme lo que corresponde. Y sin encañonarme a mitad de camino. Bien. El barrio del hostel no está mal. Caigo deshecho en la habitación. La ciudad de la eterna primavera puede esperar unos días allá afuera. Y sobre todo unas noches. Pero yo tengo que recomponerme, que rehacerme para volver a ser medianamente yo o algo parecido. No sé si es un virus o simplemente el cansancio de los últimos días sin parar. Tal vez sea un virus, porque ya van más de tres días y sigo igual, como si un elefante hubiera bailado con un hipopótamo una salsa bien sabrosona usándome de alfombra. Y hasta parece que todo está contaminado... o que yo contamino todo, porque prendo la netbook y también tiene un virus que dispara cientos de mails a todo el mundo. Justo en ese momento, en el que menos ganas tengo de hablar o escribirle a nadie, hay que darle explicaciones a gente a la que no le dirijo una palabra hace meses, estando a miles de kilómetros sobre por qué un puto virus mandó unos mails del orto en los que no queda claro qué es lo que dicen ni a dónde linkean. La fiebre no se me va pero la netbook deja de hacer pelotudeces. Tal vez se haya curado antes que yo. Llega el médico de Assist Card. Me pregunta si soy alérgico a algo y le digo que no. Me receta un sobrecito que parece que tuviera un polvo de mierda con gusto a Tang y unas pastillas que al final no me sirven para nada más otra cosa que no se entiende muy bien qué es y después en la farmacia descubro que es un antialérgico. ¿Pero es idiota el médico? Le había dicho que no tenía alergia a nada. Ya no quedan dudas. El servicio de Assist Card es una garcha. Si los llamás un poco tarde o un poco temprano no te atienden. Eso sí, para cobrarte siempre están los hijos de puta. Y en dólares. Igual, eso no tiene tanta importancia. No en ese momento. Y menos ahora. Medellín espera. La primavera ahí no se va. Es eterna, dicen. Pero tendré que buscar en dónde carajo está mi primavera, que en algún lugar tenía y no puedo encontrar.